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Animales de ojos quietos

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POR Rafaela Lahore |

El olor de la piel. Alcohol, amoniaco y agua destilada. Cadáveres devueltos como exposición. Así trabajan los taxidermistas.

—He abierto muchos animales en mi vida, pero no me gusta el olor del pollo que venden en los supermercados —dice Richard Faúndez, entre la centena de animales estáticos del taller de taxidermia.

Faúndez, jefe del Área de Exhibiciones del Museo Nacional de Historia Natural (MNHN), tiene 53 años y diseca a animales desde que era adolescente.

—El tema de los olores es impresionante —agrega Diego Jara, de 31 años, encargado del taller—. Uno llega y dice “hoy hay olor a tortuga”. Se genera conocimiento perceptivo: “Ah, hoy están haciendo un pájaro o un reptil”.

Faúndez habla como si hubiera cierta belleza en el olor de los animales silvestres. Recuerda el olor marino de los pingüinos, el olor ácido de los zorros.

Los dos taxidermistas se mueven con confianza entre los dos mesones de acero inoxidable del taller, repletos de animales disecados. Más arriba, desde un tubo de luz, cuelga el esqueleto de un cóndor con las alas abiertas. Y por todos lados, las herramientas: estantes con témperas de colores, tijeras, pulverizadores, guantes amarillos y azules. Un bidón lleno de una mezcla de alcohol, amoniaco y agua destilada que dice: “Solución limpiadora de pelos y plumas”.

Diego Jara en el taller de taxidermia el MNHN
Foto: Diego Jara en el taller de taxidermia del MNHN. Crédito: Melissa Morales.

En el pizarrón del taller alguien colgó una lista de tareas pendientes. Allí está escrito, por ejemplo: “Pingüinos, limpieza total. Llama, injerto pelo. Ojos para llama”. Por encima del pizarrón hay un reloj de pared, parado, con una aguja insistiendo en las 11:45.

La llama blanca está parada en un rincón del taller y tiene los ojos vacíos. Diego Jara pronto le reconstruirá una mirada a su medida. Ahora, con su mano revuelve una lata de galletas danesas donde hay futuros ojos animales: semiesferas de resina mezcladas con tornillos y una llave inglesa. Faúndez ojea una edición de la revista de taxidermia McKenzie, que incluye, entre otras novedades, un catálogo de ojos: allí se describen las formas, el tamaño y los colores de distintas especies. A sus páginas recurren cuando quieren imitar la forma de mirar de cierto animal y, en algunos casos, para pedir algún envío por correo. El desafío es que los ojos de esa llama, y la del resto de los animales, se vean reales. 

Esculturas animales

Cada cierto tiempo, Jara entra a un comercio de belleza y pregunta:

¿Tienen rímel negro?

Los cosméticos son buenos para ciertas terminaciones de los animales. Dice que eso lo descubrió hace poco, probando. El delineador puede servir para retocar el ojo de un mono o el labio de un pudú y la laca de cabello para arreglar el pelaje de un oso. Al principio, experimentaba con el maquillaje de su mujer. Ahora compra el suyo.

Diego Jara es médico veterinario y desde la universidad le interesa conocer a los animales desde adentro. Aprendió como lo hacen todos los taxidermistas en Chile: solo. Leyendo libros y viendo cómo lo hacían otros empezó a entender la forma en que se le puede dar una nueva vida a un animal muerto.

Foto: El esqueleto de un cóndor en el taller de taxidermia. Foto: Melissa Morales.

Lo que en verdad le importa a un taxidermista, cuenta mientras se pasea por el taller, es la piel del animal. Por eso, cuando llega un cadáver, lo primero que hay que hacer es descuerarlo. Con un cuchillo afilado hay que sacar la piel de forma impecable, en una sola pieza. Una vez limpia, hay que curtirla en una solución especial.

De pronto, Jara aparece en el taller con un recipiente transparente, que adentro tiene un pellejo en remojo.

Es un conejito dice. Lleva dos semanas. La piel se ve bastante noble, cambia de color. Es rosadita cuando está fresca y después de va poniendo blanquecina.  

Cuando la piel ya está curtida, sus manos recrean el cuerpo del animal. Con masilla, alambre, yeso y lana de madera van formando los muslos, el lomo, la espalda. Luego viene el momento del montaje: hay que colocarle la piel al cuerpo, como si se vistiera a un niño o a un muñeco. Una vez que está cosido, se le agregan los ojos y se dan los últimos retoques, pintando el pico o los labios. Lo mejor, dicen ellos, es trabajar con un animal que haya muerto unas horas antes. Pero muchas veces, por una cuestión de tiempo, es necesario congelarlos.

Al fondo del taller hay una sala minúscula, dominada por el ruido de cinco refrigeradores. Dentro de ellos, embolsados, hay decenas de cuerpos animales congelados. Algunos verdes, pequeños, como el de un loro cachaña, y otros grandes y ágiles, como el de un delfín.

La taxidermia de un ave o de un conejo puede tomar un par de horas. La de animales más grandes, como el bisonte que está a la entrada del taller, meses de intenso trabajo en equipo. Ese animal, de ojos negros y pelaje castaño, que vivió hace más de un siglo en América del Norte, está parado, inmóvil, junto a un oso polar. Espera, como el resto de los animales del taller, su restauración.

A esta altura, los dos taxidermistas del MNHN perdieron la cuenta. No saben —no tienen cómo saberlo— cuántos animales pasaron por sus manos, pero recuerdan con cierta nostalgia algunos de ellos. Faúndez, un elefante que abrió con curiosidad y cansancio. Jara, un antílope africano al que con sus manos irguió de nuevo.

—Yo siempre digo que esto es una combinación de arte, ciencia y paciencia —resume Jara.

La muerte como parte de otra cosa

Una güiña gruñendo, un conejo a punto de ser cazado por un águila en pleno vuelo, un pudú que parece moverse entre las ramas. Faúndez asegura que las posiciones y las expresiones de los animales dependen de la exhibición, pero también de cómo se siente el taxidermista al momento de hacerlas. Jara agrega:

Sí, uno puede plasmar sus sentimientos en el ejemplar.

Es divertido pero, como con las esculturas, uno se da cuenta de quién las hizo retoma Faúndez. Yo puedo reconocer cuáles he hecho. Es una cuestión de ojo. Hubo una época en que yo tendía a hacer los animales mirando al lado izquierdo, no sé por qué.

Foto: Un felino en restauración en el taller. Crédito: Melissa Morales.

Los primeros recuerdos que Faúndez tiene de su vida suceden en las galerías de este mismo museo. Su madre lo traía y él, asegura, recordó durante mucho tiempo la posición exacta en que estaban dispuestos los animales. Cuando tenía 15 años esa fascinación que le generaba el museo se convirtió en una decisión: ser voluntario del taller de taxidermia. Hoy lleva 30 años contratado por el MNHN y sabe, como pocos en Chile, la técnica que se necesita para recrear un animal perfecto. Sobre todo, dice, es necesario conocer muy bien los músculos y las articulaciones de los animales vivos. Verlos moverse en la naturaleza. Una vez muertos, abrir su cuerpo puede parecer un acto salvaje o siniestro, pero para ellos ha sido un trabajo de todos los días.  

Yo no lo veo desde el punto de vista macabro, sino biológico responde Jara. Por mi formación es algo natural. Es un proceso casi quirúrgico, con guantes, con bisturí y con respeto hacia el animal.

Yo entiendo que la muerte es parte de la vida comenta Faúndez. Siento que en la sociedad actual, al menos en Santiago, ese vínculo está roto. Cuando alguien muere se trata de que los niños no participen de los ritos, incluso muchos niños no entienden que la carne del supermercado proviene de la muerte de un animal. Para mí esto se trata de abrir un animal que está muerto y que entra a otro estado distinto. En este caso, a un estado museal.

Foto: Un pájaro en restauración. Crédito: Melissa Morales

Si bien a ambos les fascinan estos animales inmutables, prefieren verlos vivos. Jara y su esposa tienen, en su casa de Puente Alto, un terreno de unos 600 metros cuadrados donde crían medio centenar de animales: pájaros, tortugas, perros, gatos, pollitos, un pavo real. Incluso un avestruz. Mientras habla del cuidado que les exigen, saca su celular del bolsillo y muestra una foto de su mascota más reciente: en la pantalla aparece él mismo dándole la mamadera a un ciervo bebé.

Lo dice como al pasar, como si fuera un detalle, pero en su casa también tiene un taller donde trabaja sus propios animales taxidermizados. Hoy, luego de una década de coleccionarlos, ha llegado a acumular unos cuatrocientos ejemplares. Muchos de ellos los utiliza en las charlas educativas para niños que brinda como presidente de Osteovet, una ONG educativa sobre fauna chilena que fundó en 2010. Su pareja, que es profesora de lenguaje, se encarga de la parte educativa. Él de la científica.

En unos minutos Diego Jara quedará solo en el taller. Entonces retomará sus tareas: quizás, recrear con sus manos el cuerpo de un conejo o restaurar las alas abiertas de un ave chilena. Hará ese trabajo como siempre, de forma minuciosa, bajo la mirada atenta de cientos de ojos quietos.

En la versión original decía “cotorra austral” en vez de “loro cachaña”, “oso polar de Alaska” en vez de “oso polar” y “tigre africano” en vez de “antílope africano”.