La madera de los peligrosos
Un programa de capacitación se está probando con los presos más violentos de Chile. Hay dudas, pero también esperanza.
Es la mañana de un viernes de abril y dentro del taller de la ex Penitenciaría, una de las cárceles más violentas de Chile, una decena de hombres de rostros duros, curtidos, trabajan la madera. Según cifras de Gendarmería en esa cárcel ha habido 90 muertos por riñas y agresiones desde el 2010. Pero en este taller, el clima es distinto.
Los muebles están apilados: hay mesas sobre otras mesas, sillas al lado de otras sillas y entre ellas cintas métricas, serruchos y aserrín. Dos hombres cortan tablas de maderas y el sol, que entra por la ventana, ilumina la nube de polvo que los rodea. Al lado de ellos está Mario V., de 36 años, que construye el marco de un espejo. Por encima del ruido intenso y filoso de las sierras, intenta hacerse escuchar:
—El otro día mi hija estaba en el colegio y le preguntaron de qué trabajaba su papá —dice gritando. “Es mueblista”, contestó. Antes decía: “Mi papá está preso”.
Mario V. es uno de los doscientos internos de la ex Penitenciaría que participan en Espacio Mandela, un programa de la Iglesia Católica y Gendarmería que empezó en 2014 y que busca resolver uno de los problemas más difíciles: qué hacer con los presos más violentos.
El programa dura tres años, y es casi como una vida laboral detrás de las rejas. Funciona de lunes a viernes, de nueve de la mañana a cinco de la tarde. Durante ese tiempo se les enseña a trabajar con la madera, se les da clases en una escuela de la cárcel y talleres para reinsertarse. Los requisitos para participar son tres: tener una pésima conducta, estar cumpliendo el primer tercio de la condena —para que la oportunidad no les llegue demasiado tarde— y no haber terminado la escuela.
Mario V. cumplía todos los requisitos cuando, hace un año y medio, se integró al programa. Ahora está en una habitación pequeña, tiene un lápiz detrás de la oreja y la polera llena de polvo. Dice que la cárcel lo cambió. Que ya no es lo que era antes: “un paño de cocina sucio”. “He estado toda mi vida preso”, resume. Entró por robo con intimidación y desde ahora está preparando su salida.
Pero para salir le quedan siete años. Ya lleva ocho preso. La primera vez que lo encerraron era un adolescente.
—Yo vivía con mis abuelos y a lo más ellos me daban la alimentación —dice, moviendo un destornillador que tiene en la mano—. Me afligía no poder ayudarlos y la manera en que podía hacerlo era robando. Eso es lo que me ha llevado a la delincuencia. Empecé a ganar plata, a tener mis cosas y eso me gustó.
Lo que le duele, continúa, es que su esposa y sus tres hijas —de cuatro, siete y 15 años— estén, de cierta forma, también tras las rejas.
—Si yo estoy preso ellas tienen que venir, ver gendarmes, entonces están presas conmigo.
Pensando en la libertad, durante estos años juntó 300 mil pesos para comprar una freidora, un toldo, una hielera y otras cosas que necesita para poner un puesto de comida rápida para su esposa. Cuando salga, piensa llevar una vida normal junto con ella.
—Tengo una buena conducta, una buena imagen. Soy mueblista. Eso ya está ganado —dice por encima de los gritos que llegan de lejos y del ruido de la sierra que, afuera, sigue rebanando madera.
Atacar el núcleo duro
Cuando en 2014 el capellán jesuita Luis Roblero entró por primera vez al óvalo, el patio central de la ex Penitenciaría, sintió temor. Se enfrentó de cerca con los rostros de la violencia. Vio decenas de hombres de cuerpos consumidos, caminando nerviosos, escupiendo al piso, mirándolo fijo. Sabía que allí, en ese mismo patio, solían explotar batallas campales en las que muchos presos, armados con cuchillos y estoques, peleaban a matar.
Esa primera vez, el capellán entró al óvalo protegido por un cinturón de cinco gendarmes. Después de un mes, lo acompañaron cuatro. Luego, tres. Una mañana, iba acompañado solo por uno cuando se acercó un preso y dijo algo que no escuchó. En ese momento, vio al gendarme alejarse y dejarlo solo, atemorizado. Entonces el preso se le acercó, le dio una palmada en el hombro y le dijo:
—Ahora lo cuidamos nosotros.
El capellán entendió que lo habían aceptado.
Ahora Roblero, de 52 años, magíster en ciencias políticas por la Universidad de Oxford, recuerda esa escena sentado en el escritorio de su oficina de la Capellanía de Gendarmería. Detrás de él, en la biblioteca, hay decenas de libros: de poesía, del Padre Hurtado y sobre todo, en inglés y en español, de los temas que más le interesan: cárceles y derechos humanos.
Es un tema que conoce bien, como también conoce el grado de hacinamiento y vulnerabilidad de las cárceles chilenas. Sabe que una gran parte de los presos, más tarde o más temprano, termina regresando a las cárceles. No existe una forma única de calcular la reincidencia, pero según cifras de Gendarmería de 2013 y de Paz Ciudadana de 2012, respectivamente, entre un 38% y 50% de los presos reincidió tres años después de haber salido en libertad.
En 2013 Roblero quedó a cargo de la Capellanía y comenzó a pensar cómo se podría solucionar ese problema. Entonces se le ocurrió la idea: cerrar la calle 11 de la ex Penitenciaría, que se utilizaba para castigar a los internos con peor conducta, y armar allí un espacio para rehabilitar a esos mismos presos. Para así darles una oportunidad a los que el sistema ya daba por perdidos. Pensó en Nelson Mandela, en sus 27 años encerrado sin perder la esperanza, y quiso ponerle ese nombre: Espacio Mandela.
—Los presos de peor conducta son los que van a reincidir. Los que están más dañados y, como nunca nadie trabaja con ellos, el daño se les multiplica. —dice el capellán Roblero—. Los que salen y que después de medio año vuelven a la cárcel. Ellos son el núcleo más duro. El problema de la delincuencia está ahí.
Una vez que logró echar a andar el proyecto en 2014, apostó por hacerlo en grande y ser competitivos. Ofrecerle a las empresas buenos productos y a un mejor precio. El primer proyecto fue hacer cajones para armarios como parte de un plan piloto con una inmobiliaria. Cuatro años después, ya han construido cajoneras, vanitorios y armarios para oficinas, tiendas y constructoras. Para este año, calculan que van a llegar a construir al menos 4.000 cajones. La mitad de las ganancias que reciben son divididas entre los presos. Para muchos de ellos, es el primer sueldo de sus vidas.
El año pasado, como parte de otro plan piloto, hicieron 100 mesas plegables para Sodimac. Alejandro Hormann, gerente de comunicaciones de la empresa, asegura que la decisión de transformarlos en sus proveedores no se tomó por filantropía. “No estamos interrumpiendo la normalidad del negocio para hacerles un favor. Hemos sido muy exigentes con ellos y han cumplido. Al principio costó, porque hubo que formarlos en una serie de temas, pero lo lograron”, dice.
—En el Mandela de alguna forma restauramos la dignidad que te roba la cárcel —dice el capellán—. Ellos valoran sentarse en una mesa a comer, dormir un poco la siesta después del almuerzo sin temor a que los maten, y que los tratemos con respeto. Cuando tú devuelves dignidad la gente convive pacíficamente.
La iniciativa se ha replicado en otras seis cárceles del país: en total, participan cerca de 450 hombres y mujeres en Santiago, Valparaíso, La Serena y Puerto Montt. La pregunta clave es si el modelo se podría extender a lo largo del país como rehabilitación para casos complejos. Roblero dice que, a futuro, el objetivo no es crecer en cantidad, sino fortalecer el proyecto. “Hay un modelo que funciona y que sí se podría replicar, pero eso le corresponde al Estado”. Sin embargo, para hacer evaluaciones más precisas, aún es demasiado pronto.
Claudia Bendeck, Directora Nacional de Gendarmería de Chile, a través de su asesor de prensa, resaltó la importancia de este tipo de iniciativas para disminuir la reincidencia y dar una segunda oportunidad a quienes necesitan iniciar una nueva vida. “Es una experiencia que pretendemos replicar en todas las unidades penales”, declaró.
Las manos como una prueba
Tres cajas de cigarro. Eso, dice Edwin S., fue lo que lo devolvió de nuevo a la cárcel. Las robó por sorpresa de un camión y por tener antecedentes le dieron dos años. Hoy, con 28, lleva más de una década preso.
Con un martillo en la mano y un par de guantes de trabajo colgando del bolsillo de su jean, dice que quiere cambiar. “Por algo estoy aquí; si no, estaría adentro peleando, tomando, haciendo lo malo. Aquí estoy todo el día trabajando y cuando llegan las cuatro y media no me quiero ir”.
A esa hora vuelve a vivir lo peor de la cárcel. Edwin S. dice que, si pudiera, vendría los fines de semana, porque no tolera estar en su celda. “Ahí llega el sicoseo, empiezo a pensar y me pongo a fumar cigarro. Yo no fumaba antes, pero ahora me pongo a fumar. Fumo, fumo, fumo. Es un tema nervioso. Trato de hacer algo, cualquier cosa, gimnasia, leer, preparar una once. Saco mis bolsos con ropa y la ordeno, porque no tengo qué hacer”, dice hablando rápido. Pero para eso, para acabar con el tedio del encierro, le queda poco: dentro de cuatro meses, anuncia, saldrá en libertad. Tiene el cálculo en su cabeza: “Me quedan 118 días para irme”.
En la cárcel no hay nada para hacer y por eso, cree Edwin, los presos solo hacen una cosa: tratar de lastimarse entre ellos. Confiesa que pegó y le pegaron y que antes de entrar al Espacio Mandela lo querían matar. “Me hubiese gustado haber conocido esto mucho antes. No estaría aquí. Estaría en mi casa, quizás”. Sabe que por participar de este programa Gendarmería evalúa mejor su conducta y eso le abre la posibilidad de acceder a beneficios carcelarios.
Unos pasos más allá, las clases están vacías, pero de lunes a viernes, cuando las miradas no están en la madera, están puestas en el pizarrón. Cada sala de clase es pequeña y antes, en otro tiempo, fue una celda, hasta que tiraron abajo paredes y llevaron una decena de bancos y un pizarrón. Ir a la escuela es un requisito para participar del programa, así como a los talleres sicosociales que se dan a partir del segundo año de programa. Allí trabajan sobre quiénes son, cuál es su historia y cómo pueden repararla.
Edwin S., como los demás presos, sabe que la cárcel corroe cabezas, pero que también se apropia de los cuerpos. Cuando era joven y estaba desesperado, con un filo se cortaba el cuello, los brazos, las piernas. Ahora se arremanga el polerón y muestra las cicatrices rosadas, las líneas que lo atraviesan. “Ahora no lo haría. Al contrario, me hice tatuajes para taparme todo”.
Cuando salga en libertad planea armar su futuro él mismo, entre los límites de su patio. Piensa comprar más herramientas y montar allí un taller de mueblería. “La mentalidad mía es trabajar, trabajar, trabajar, y si nadie me apoya igual voy a surgir”, dice.
Edwin no solo exhibe los cortes, sino también, y con orgullo, sus manos de trabajador: las uñas cortas, negras, y las palmas polvorientas y raspadas. Es mediodía y están sentados en mesones, reunidos para almorzar. Por encima de ellos, desde las celdas superiores, cuelga ropa, sábanas y zapatillas. La radio está prendida en el patio y desde los parlantes se escucha a Bon Jovi cantar: I’m wanted dead or alive.