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El último refugio

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POR Rafaela Lahore |

En La Reina se inauguró el primer albergue para niños que viven en la calle. Son niños que el Sename no ha podido retener y que por primera vez están aprendiendo a convivir bajo techo.

Esta vez el frío ha quedado del otro lado. Es la tarde de un martes de julio y en Nueva Luz, el primer albergue de Chile para niños que viven en la calle, cinco adolescentes conversan, salen y entran de las habitaciones, se gritan por el pasillo. El frío ha quedado afuera: esta casa se ha interpuesto entre ellos y el invierno.

Se trata de una solución experimental para un problema complicado: qué hacer con los niños con los que nadie pudo hacer nada. Aquellos que el Sename no ha podido retener y que fueron abandonados a los peligros de la calle. Este albergue que inauguró el Ministerio de Desarrollo Social en La Reina funciona como una casa abierta: aquí los jóvenes pueden quedarse todo el día —no solo venir a pasar la noche, como un albergue tradicional— y a diferencia de los centros del Sename, pueden salir cuando quieran. La capacidad es para seis jóvenes, pero si fuera necesario se podría recibir dos más.

Quienes viven en esta casa tienen un pasado común. Los une una infancia rota: hay niños abandonados, pobres, abusados por padres y padrastros, dados en adopción y devueltos, hijos de madres drogadictas, de padres presos, que no quisieron cuidarlos o no tuvieron cómo. Cada una de sus historias las llevó, hace años, al mismo lugar: al centro del Sename Cread Pudahuel. Todos, en distintos momentos, con ocho, con 10 o 12 años, decidieron escapar. Prefirieron pasar las noches en la calle que vivir el miedo de ese encierro.

Fue en una caleta ubicada en La Alameda y Los Héroes donde se volvieron a encontrar. Allí, durante muchos años, compartieron la comida, el vino y la compañía de los perros. A fines de junio, cuando los invitaron a vivir en este albergue, vislumbraron una nueva oportunidad —quizás la única— de tener una vida bajo techo. El viernes 29 de junio, después de recorrer albergues provisorios sin comodidades, el grupo llegó a su nuevo hogar.

Desde afuera, se ve como cualquier casa de la zona. Desde dentro, también. Es pequeña y ha sido decorada cuidadosamente. Tiene una alfombra gris, dos cuadros con flores, un ficus alto, artificial. La tele está prendida y debajo de ella hay una caja de dominó, películas, juegos de dados. Del otro lado de la ventana, entre los rosales blancos del jardín, se pasea Anarquía, un perro que vivió mucho tiempo en la calle. Lleva el pelo gris sobre los ojos y tiene puesta una camiseta azul del Chelsea. En el lomo, el nombre de Eden Hazard.

El cuarto de las niñas, idéntico al de los varones, es sencillo: tiene dos camarotes, un velador y un armario sobre el que hay un bolso y ropa desordenada. Sentada sobre una de las camas de abajo, Esperanza, de 16 años, lleva un peto azul, jeans y el pelo corto mojado. Con la voz tomada por el resfrío dice:

—A mí Sename me quitó la infancia.

Cuando tenía dos meses, cuenta, la derivaron a un centro. A los doce años terminó en la calle, bañándose en invierno con una manguera en una plaza. En el paso apurado, en las muecas que los transeúntes ponían al mirarla, entendió que a la mayoría no le importaba su situación.

—Cuando estoy en la calle la gente me mira como si fuese un virus —dice.

Desde hace tres semanas comparte el cuarto con otras dos chicas, que también vivían con ella en la caleta de Los Héroes. Su vida ha cambiado: ahora no se acurrucan sobre un colchón en el suelo, sino sobre almohadas y frazadas impecables, rojas y blancas.

—Acá es tranquilo. No tenís que estar durmiendo con un ojo abierto y otro cerrado. Es más peligroso estar en la Alameda que en población, porque hay nazis, pero sé que acá no va a pasar nada.

Sobre los niños que, como ella, han vivido en la calle se conoce más bien poco. Según el último dato que maneja el Ministerio de Desarrollo Social en 2011 había 742 durmiendo en los rincones de la ciudad. Cerca de la mitad, en la Región Metropolitana.

Como un quiltro

Antes, este albergue era otra cosa: una sala de reuniones de Cema Chile. A principios de mayo el Ministerio de Desarrollo social recibió de Bienes Nacionales una de las 108 casas que la fundación, dirigida por Lucía Hiriart, tuvo que devolver al Estado. Esta casa, por estar en mejores condiciones y ubicarse a unas cuadras del metro, fue la elegida para levantar el albergue. El ministerio presta la casa y cubre los gastos, y la Fundación Don Bosco gestiona el proyecto. La idea fue crear un hogar al que los adolescentes quisieran volver. 

—Desde el Estado nos han dicho que tienen que entrar en una residencia del Sename. Que eso es lo que hay —dice Sergio Mercado, director ejecutivo de la Fundación Don Bosco—. Pero el niño se fugó, no quiere estar más, ¿lo vas a llevar a la fuerza? Falta un poco de humanidad y de entendimiento del problema.

En principio, este albergue funcionará hasta noviembre. Después no hay seguridad de qué va a pasar, aunque desde Fundación Don Bosco, que gestiona el proyecto, esperan que pueda mantenerse. De lo contrario, estos adolescentes no tendrán otra opción: deberán volver a la calle. 

Foto: Dos adolescentes en el albergue Nueva Luz.

Jessi es otra de las adolescentes que no soportó vivir en el Sename. De polerón rosado, pelo lacio y pestañas pintadas, está sentada en su cama, al lado de un par de almohadones y un dálmata de peluche. Tiene 17 años y vivió durante años en la caleta de Los Héroes.

—Me sentí contenta porque ya no era necesario salir todos los días a machetear, sino que una podía quedarse. No era necesario fumar marihuana para relajar los nervios, porque acá no te ponís tenso. Además podís tener tu comida de todos los días.

Eso, dice, le da la posibilidad de estudiar. Ella, como sus compañeros de albergue, retomó sus estudios y está yendo dos veces por semana a la Fundación Abrazarte, que también trabaja con ellos, para tomar cursos de nivelación de estudios. A fin de año quiere dar séptimo y octavo básico. Luego, le gustaría estudiar gastronomía.

En la casa, además de ella y sus compañeros, viven tres quiltros, que durante muchos años los acompañaron en la calle: Anarquía, Princesa y Rucio. Ellos son, en cierto sentido, su familia.

—De lo que comíamos le dábamos a ellos. No podemos comer mientras nuestros perros nos están mirando —dice Esperanza.

Rucio, un perro café, es su favorito. Cuenta que lo conoció cuando ella tenía doce años. Que antes de ser suyo no le daban comida, que lo golpeaban. Que tiene un ojo lastimado, las patas malas. Se lamenta que haya tenido una vida tan dura. Ahora que está en el albergue, dice, estará mejor.

Una cicatriz en la cara

Desde hace años, decenas de niños han vivido en una caleta en la Alameda con Los Héroes, a cuatro cuadras de La Moneda. Todos ellos se escaparon del Sename —algunos decenas de veces— y durante años formaron algo parecido a una comunidad, una tribu, una familia. Entre tablas y cartones, entre colchones del suelo, tuvieron que sobrevivir. Tomaron alcohol para aplacar el frío, fumaron marihuana para calmar la angustia, inhalaron tolueno para matar el hambre.

Cuando llegaron al albergue estaban cansados, no se habían bañado durante días, no tenían ropa limpia. Algunos de ellos tuvieron un gesto que a los educadores les pareció significativo: se desprendieron de los atados de frazadas que llevaban para dormir en cualquier parte. Entendieron que ya no lo necesitaban.

Unos días después llegó el integrante que faltaba: Justin, un chico de 17 años que acomodaba su saco de dormir donde lo encontrara la noche. Llegó a Fundación Don Bosco pidiendo ayuda. Estaba dispuesto, incluso, a ingresar al Cread Pudahuel, pero lo invitaron al albergue. A pesar de ser un grupo cerrado, los demás lo aceptaron. La tribu se amplió. Desde entonces, están aprendiendo a convivir entre cuatro paredes.

Florencio Colilaf, de 43 años y director del albergue, está sentado en el living. A su lado, la pared insinúa la ausencia de un espejo enorme, que uno de los adolescentes destrozó una noche de furia. Uno de sus mayores retos evitar la violencia a la que se acostumbraron en la calle, especialmente entre las dos parejas que hay en el grupo.

—Para mí es un proceso —dice Colilaf—. Aunque pueda ser chocante, los chiquillos tienen naturalizada esa forma de resolver el conflicto. Uno tiene que entender que eso no va a cambiar de un día para el otro.

Los primeros días no han sido fáciles. Él mismo ha tenido que conversar con los vecinos, que se han quejado por los gritos, para convencerlos de que la convivencia irá mejorando. Pero la violencia no es el único problema. También está el consumo de alcohol y de drogas. Colilaf asegura que las reglas son claras: nadie puede consumir en el albergue ni entrar luego de haber consumido. Solucionar el problema es infinitamente complejo: no suelen haber programas de desintoxicación para adolescentes como ellos. Asegura que el acceso es difícil, ya que al no contar con un adulto responsable, no los reciben en los hospitales. Estos son niños que, además, tienen una mayor incidencia de problemas siquiátricos y por eso deben tener un acompañamiento para evitar ataques de rabia e intentos de suicidio.

Ahora cae la tarde y el albergue quedó vacío de los ruidos y las voces de siempre. Todos los adolescentes se han ido. En muchas de esas salidas regresan al lugar que conocen tanto: a la caleta de Los Héroes. Allí, como lo han hecho siempre, piden monedas. Con ellas, cuenta el director, compran cigarros. Colilaf, junto al resto de los educadores —siempre hay dos en la casa— lucha contra las rutinas y las marcas que la calle dejó en ellos. Desde el Estado, cree, es necesario que se aborde mejor el problema para darles más oportunidades.

—Las respuestas son siempre más desde un parche que desde el fondo del problema —dice mientras de fondo se escuchan los ladridos de Anarquía—. Uno esperaría que el Estado se pusiera de acuerdo con los ministerios y pudiese elaborar un plan de trabajo, sino siempre la pelota se pasa de un lado a otro.

Mercado, como director de la Fundación Don Bosco, sabe que el trabajo de ellos comienza cuando ya es tarde. Cuando ya falló todo.

—La pregunta es ¿qué pasa antes? Falla la familia, la escuela, el Sename, todos los que antes debieron haber actuado. Esos no son entes sin rostro. Son personas: padres, directores de escuela, profesores, que pudieron hacer la diferencia y no la hicieron. Nos hemos portado muy mal con la infancia. Estos niños son una cicatriz en la cara de Chile.