Nadar contra el tiempo
La nadadora chilena Eliana Busch, de 83 años, ganó cinco medallas en el Panamericano de Orlando, pero su verdadero rival, sin embargo, no son los otros, sino el paso del tiempo.
—Mira cómo tengo el brazo —dice Eliana Busch, y lo tensa—. Tengo brazos de hombre, musculosos. Por eso, cuando me dicen “¿la sujeto, señora?” me llega a dar risa.
Su cuerpo, de 83 años, le viene ganando la pulseada al tiempo: en vez de volverse más lento, más torpe, adentro de la piscina se vuelve cada día más ágil. En este mediodía de agosto las pruebas están sobre su mesa: hay tres medallas de oro, una de plata y una de bronce que trajo del Panamericano Máster de Natación.
Su departamento, en el que vive sola, está ubicado en Quilpué. Es chico y está repleto de cuadros y esculturas, la mayoría de caballos. Busch, que lleva el pelo corto, color caramelo, un polerón verde, un jean y zapatillas blancas, habla frente a la ventana con voz fuerte. Mientras, el sol cae sobre los techos de ladrillo de las casas de enfrente.
—A mí me da risa como tratan a los viejos en Chile. “Tome asientito aquí. Cuidado, no se vaya a caer. ¿La ayudo, señora?” —imita con voz fina, burlesca—. Te advierten: “¡Cuidado el escalón!”. Me dan ganas de decirles garabatos. Les diría: “¡Oye, yo hago cosas que tú no hacís!”. Hay gente que me pregunta si nado todavía. Los quedo mirando y les pregunto: ¿Usted cree que las arrugas tienen relación directa con los músculos?
Las medallas, que brillan sobre la mesa, parecieran decir que no. Antes de triunfar en la categoría 80-85 años del Panamericano de Orlando, ya había ganado muchas veces: por ejemplo, en el Campeonato Mundial de Natación Máster de Budapest 2017, de donde se llevó dos medallas de bronce y dos quintos puestos. O el mismo año, cuenta, cuando en el Sudaméricano de Arica ganó seis oros. O antes, en 2016, cuando ganó tres oros, una plata y otro bronce en el Sudamericano Máster de Natación de Punta del Este. En los últimos tres años se convirtió en la nadadora octagenaria más rápida de Chile. La obsesión por ser la mejor, sin embargo, había comenzado mucho antes.
Un día de 1943, cuando tenía nueve años, su profesor de natación, sin saberlo, encendió un motor. Hacía un año que la familia Busch se había mudado desde Valdivia a Santiago y tanto el padre, dueño de un taller mecánico en Providencia, como la madre, ama de casa, querían que sus hijas hicieran deporte. Por eso, solían llevarlas a nadar a la piscina del Club Alemán.
—Mi hermana era más alta que yo, muy bonita, me llevaba casi seis años de diferencia —recuerda Busch—. Un día el profesor nos dijo “esta niña tiene condiciones, pero esta chiquitita no”, refiriéndose a mí. Eso me quedó grabado. Me hizo reaccionar. Me dije: le voy a demostrar a este profesor que la cosa no es así.
El teléfono suena. Mientras la nadadora cuenta su historia sentada a la mesa, la interrumpen un par de veces. Desde que llegó del Panamericano, hace cuatro días, la han llamado de todas partes: de canales de televisión, de diarios, del Gobierno. Todos quieren que cuente cómo lo hizo. Cómo una mujer de más de 80 años le está ganando la carrera al tiempo.
Cuando corta el teléfono y retoma la historia, dice que todo se resume a ese momento: cuando su profesor la desafió, hace más de siete décadas. Los resultados no se hicieron esperar. A los 11 años fue campeona nacional de Chile en la categoría infantil, a los 14 llegó a la final del campeonato sudamericano, compitiendo con nadadoras adultas, y hasta los 20 años, cuenta, todos los años, fue campeona nacional.
—Me creía la muerte —dice y se ríe—. Quería quebrar los récords de Chile. Veía a las campeonas y quería ser mejor. Quería nadar como ellas.
A pesar de eso, y de acumular casi 10 años de victorias en el agua, abandonó la natación competitiva. A los 19 años conoció a su futuro esposo, un oficial de caballería que era equitador, y poco después de haberse casado, cambió el amor al agua por el amor a los caballos. Ningún dirigente, dice, le pidió que continuara nadando.
—Nunca capté lo que podría haber sido. Nunca nadie se sentó y me dijo que tenía condiciones y que debía seguir practicando este deporte. Ni a mí ni a otras nadadoras. No nos abrieron los ojos de la importancia que podríamos haber tenido.
Durante seis décadas apenas nadó. Se mudó a Viña del Mar y allí montó caballos con tanta precisión que fue campeona de Chile en salto en 1965. Tuvo dos hijos, se separó, convivió nueve años con una nueva pareja. A los 74 años, sin embargo, todo terminó cuando se cayó de su caballo árabe y se quebró la clavícula y las costillas. Desde entonces se dedicó, desde el suelo, a enseñarle a saltar a los caballos. A los 80 años, incitada por amigos y familia, su cuerpo volvió a la ingravidez del agua.
Tiempo después, en 2016, gastó los ahorros que guardaba para su entierro en un viaje a Europa con su nieta y su hija. Allí aprovechó a competir en piscinas de España y Francia, y también ganó. Ese mismo año participó del Sudamericano Máster de Uruguay y ganó tres oros, una plata y un bronce. Lo entendió rápido: tenía una nueva oportunidad de volver a ser campeona.
En la natación máster —para mayores de 25 años— se compite en categorías que tienen un rango de cinco años. No existe límite de edad: en 2014 el canadiense Jaring Timmermann, de 104 años, fue el nadador más longevo.
—Me gustó ganar. Decidí entrenarme, pero poco a poco, porque quedaba con la lengua afuera, igual que los perritos. Vi los récords de Chile de la gente de mi edad y quise quebrarlos todos. No quería que ninguna prueba fuera de nadie más que mía… hasta que las tuve todas.
A unos pasos del living, hay una habitación pequeña y en ella, custodiadas por un cuadro de la Virgen María, hay decenas de medallas, muchas de ellas doradas, que tintinean mientras Busch las muestra. Son de Punta del Este, de Chillán, de Budapest, de Orlando. No sabe cuántas son, solo que ellas resumen una historia breve: la de sus últimos tres años en el agua. Pero su vida deportiva comenzó mucho antes, y los testimonios de ese inicio están en unos cuadernos de dibujo que Busch muestra ahora: entre sus hojas finas, algo rotas, en las que hay recortes de diario y fotografías en blanco y negro. En casi todos está ella, tan joven que parece otra persona —el pelo negro, las mejillas pronunciadas— adentro de una piscina o encima de un caballo. Siempre rompiendo récords.
Sobre la mesa, a un costado, hay una publicación que trajo de Estados Unidos. Allí están los tiempos de los atletas del Panamericano. Cada cierto tiempo, busca su nombre entre sus páginas. Revisa sus marcas.
—Hasta el momento he mejorado todo, pero sé que tengo un límite —dice.
Su verdadero rival, lo sabe bien, es el tiempo. El mismo que se esfuerza en volverla cada vez más lenta. Pero todavía no lo logra. Para seguir progresando, para conseguir cada una de sus victorias, cree Busch, no hay grandes secretos, solo la perseverancia de los buenos deportistas.
—Con la natación me siento súper viva. Hay un dicho atribuido a Einstein que dice: “No se deja de pedalear cuando se envejece, se envejece cuando se deja de pedalear”. Si no haces nada y estás todo el día en tu casa, eres un ente. La tercera edad tiene que tener un propósito, pero hay gente que empieza a esperar la muerte. Eso no puede ser.
Un rival imbatible
Son las tres de la tarde cuando Eliana Busch, con una malla azul marina y una toalla roja sobre los hombros, entra a la piscina municipal de Viña del Mar. El agua parece inmensa a su alrededor: solo Javier Pérez, su entrenador, la acompaña. Acaban de reencontrarse. Él no pudo viajar al Panamericano porque no tenían dinero para pagar su pasaje, así que recién ahora ve las medallas. Los cinco triunfos de su nadadora más exitosa.
Antes de sumergirse, la nadadora se saca sus aritos de perlas, se pone la gorra de baño y los lentes de natación. Baja con cuidado los escalones de la piscina y empieza a nadar 200 metros combinados. Se concentra en mantener el ritmo. En repartir la energía para llegar al final. Busch, que suele entrenar al menos cuatro días a la semana, 1.800 a 3.000 metros diarios, no entra a una piscina desde hace cuatro días, cuando quebró dos récords panamericanos en Orlando.
Durante la próxima hora Javier Pérez —cuarenta años, profesor de educación física— le irá marcando su rutina de ejercicios. Luego de que Busch recorra varias veces los 25 metros de la piscina, le gritará:
—¡200 crol mano empuñada! —y Busch empezará a nadar con los puños cerrados.
En el agua los años parecer perder su dominio. Allí, en la tibieza de la piscina, la nadadora se mueve como si no pesara, braceando fuerte. Sabe que solo así podrá mantener su lugar en el Campeonato Sudamericano de Natación Máster, que se realizará en noviembre en Buenos Aires y, sobre todo, en el mundial de natación máster, a mediados del próximo año. Para ese entonces, Eliana Busch competirá en la categoría de 85-90 años.
—Muchos deportistas tienen talento, pero no la mentalidad, o al revés. Encontrar las dos cosas en una persona es muy difícil —dice el entrenador, al costado de la piscina—. Si Eliana hubiera continuado nadando de joven lo más probable es que hubiera sido campeona olímpica.
Entonces, mientras Busch sigue nadando, se acerca una funcionaria del complejo deportivo a avisar que debe abandonar la piscina —que la municipalidad le presta tres días a la semana— porque está reservada para alumnos de una escuela especial. Busch, que quiere seguir con su entrenamiento, le pregunta si pueden poner una cuerda para separar espacios y seguir nadando. No hay caso. La funcionaria obedece órdenes. Unos minutos después varios adolescentes entran a la piscina.
—No digo que no naden, porque también tienen derecho… —dice Busch algo molesta, saliendo del agua— pero son 11 personas. No ocupan la parte honda de la piscina, y no dejan nadar a la campeona panamericana.
Las piscinas en Chile, dice la nadadora, suelen estar mal aprovechadas, y eso es algo que planteará más tarde en la Casa del Deporte de Viña del Mar. Sin embargo, antes de entrar al vestuario, se queda discutiendo su rendimiento en el Panamericano con su entrenador. Mientras se seca el pelo con una toalla, le habla de los tiempos de las brasileñas, las norteamericanas y las argentinas.
En unas horas, cuando ya haya oscurecido, irá a la piscina del Colegio Saint Dominic, donde también suele entrenar. Allí, en el medio de la noche, será consciente de la posición de sus piernas, de sus codos, de la velocidad a la que avanza su cuerpo entre el turquesa del agua. Nadará, otra vez, pensando en vencer a sus rivales, esperando que ninguno de ellos sea tan rápido como ella, ni siquiera el tiempo.