La condena que no acaba
En 2013 un auxiliar de limpieza fue condenado por abusar de al menos siete niños en el jardín Capullito de San Fernando. En junio de este año fue liberado. ¿Cómo se sobrevive al abuso de un hijo? ¿Cómo se soporta cuando, además, existe la posibilidad de toparse con el abusador?
La noche del sábado 16 de junio de 2018, Natalia, de 42 años, se enteró de que el abusador de su hija había sido liberado. Veía televisión, mientras sus hijas dormían, cuando le llegó un mensaje de una conocida a su celular. Enseguida le contó a su esposo, pero no al resto de su familia. Imaginaba los reproches: para qué perdiste tanto tiempo, tanta energía durante el juicio. Se sintió, de alguna forma, sola. No dejaba, además, de pensar en algo: que la casa del hombre que en 2012 había abusado de su hija de entonces tres años, y de otros de sus compañeros de jardín, estaba a tres cuadras de la suya.
Dos meses después, en la soledad de su casa de San Fernando —su esposo trabaja, sus hijas están en el colegio— dice:
—A él lo condenaron un par de años y a nosotros de por vida.
Ella es una de las madres que ha conocido el desamparo desde que la justicia le otorgara la libertad condicional a Jorge Arriaza, auxiliar de limpieza del jardín Capullito, declarado culpable de reiterados abusos sexuales. Este hombre —54 años, calvo, de lentes— era conocido por los niños como “tío Coke”. Sin embargo, según la sentencia del juicio, cuando se los encontraba a solas en los baños o pasillos, se hacía llamar de otra manera: “el amigo secreto”. Entonces tocaba sus partes íntimas —de niños y niñas— y en algunos casos los amenazaba para que callaran.
La primera denuncia la realizó una madre el 27 de diciembre de 2012. Y después vinieron otras. El 12 de enero de 2013, Arriaza fue puesto en prisión preventiva. La fiscal a cargo de la investigación, Teresa Gaete, llevó 10 casos al juicio, que duró cerca de un mes y medio, y en el que se presentaron cerca de 60 testigos. La defensa intentó comparar el caso con otro que, por ese entonces, resonaba en la prensa: el del jardín Hijitus. Su objetivo fue demostrar que, al igual que había sucedido esa vez, las acusaciones de los padres —que habían explotado al mismo tiempo— eran parte de una “sicosis colectiva”. Arriaza, que hasta hoy se proclama inocente, no habló durante todo el juicio.
En septiembre de 2014 el Tribunal Oral en lo Penal de San Fernando lo declaró culpable de siete delitos de abuso sexual a niños de entre tres y cinco años, y fue condenado a 15 años de cárcel. Ese mismo mes, su abogado apeló y logró que le redujeran la pena a ocho años. Fue derivado al Centro de Cumplimiento Penitenciario de Rancagua. Sin embargo, Arriaza caminaría en libertad condicional mucho antes de lo que los padres podían imaginar.
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Los perros husmean entre la neblina de la mañana, alrededor de los edificios de ladrillo de la Villa Santa Bárbara, al suroeste de San Fernando. En uno de ellos, sentada en un sillón, de espaldas a la ventana, María, de 28 años, le da de mamar a su hija de dos meses. Lleva una parka negra, jeans, el pelo tomado. A su lado, su tía, de casi sesenta años, se protege con una frazada infantil del frío de agosto.
—Una no sabe cómo hubiese sido tu hijo si no le hubiera pasado eso —dice María.
Ella fue la primera en destapar el caso cuando denunció en Carabineros que Martín —el nombre de ella y el de todos los niños fueron cambiados—, su hijo de tres años, había llegado con lastimaduras en sus genitales. Al principio, el niño responsabilizó a un compañero mayor del jardín, pero ahora, dice su madre, está convencida de que Arriaza fue el responsable. Sin embargo, en ninguna de las sesiones con la psicóloga de la fiscalía su hijo contó lo que había sucedido y su caso fue desestimado.
Durante los primeros días de enero, los funcionarios de Junji dieron a conocer la denuncia en una reunión de apoderados. Luego, otros padres presentaron más denuncias —al menos 23— de abuso sexual hacia sus hijos. Ahora entendían las conductas que tenían desde hacía tiempo: no querían ir al jardín, perdían el control de sus esfínteres, tenían cambios bruscos de conducta y algunos, según declararon sus padres en el juicio, mostraban comportamientos sexualizados que no correspondían a su edad.
—Solo cada familia sabe cómo le ha tocado vivir, cómo le ha tocado sufrir todo este proceso, pero el daño que hizo es tan grande que nada lo paga. No hay nada que pague el dolor —dice María.
Si bien los años han pasado y Martín ha crecido, su madre no quiere, de ningún modo, exponerlo a un nuevo juicio. No quiere, dice, dañarlo más. Cuenta que su hijo fue derivado al Centro de Apoyo a Víctimas de San Fernando, donde empezó una terapia que duró tres años, y recién en 2015 fue capaz de contarle el abuso a su psicóloga. Durante el verano del 2017, por recomendación de ella, Martín, que en ese entonces ya tenía siete años, escribió lo que sentía por Arriaza. Después, fueron hasta el jardín, donde María cavó con una pala un hoyo en la tierra. El papel, aún enterrado, dice: “Te odio”.
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Con los días, Natalia empezó a compartir la noticia que le había llegado a su celular: Arriaza había sido liberado. Es una tarde de julio y ahora está junto a su esposo, Patricio, y Rodrigo, otro padre que denunció que su hija fue abusada en Capullito. Dicen que están shockeados, que no entienden qué pasó, que nadie les hizo un aviso oficial. Por el momento solo han escuchado rumores: que lo han visto caminando por la ciudad, que todas las semanas juega a las cartas en un club, que ha visitado la casa de su hermano.
—¿Cómo se puede incentivar a que se denuncie si va a pasar esto? —pregunta Rodrigo y los demás lo miran en silencio—. ¿Cómo la justicia chilena, el gobierno, pueden pedir que se hagan las denuncias correspondientes? ¿Para qué? ¿Para que a los cuatro o cinco años el tipo salga libre? ¿Eso es lo que vale el abuso de un niño en Chile?
Nadie responde sus preguntas. El caso de su hija fue desestimado antes del juicio, porque su relato cambió a lo largo del tiempo. Ella, al igual que otros niños del jardín, recibió apoyo sicológico en Corporación Opción durante un año y medio.
El sicólogo Ignacio Fuentes trabajó como director y psicólogo del Programa Reparatorio en Maltrato en instituciones colaboradoras del Sename. Corporación Opción es uno de los organismos que ejecuta estos programas. Fuentes considera que las terapias de reparación actuales están enfocadas hacia el niño, pero la familia queda a la deriva, ya que solo recibe un acompañamiento social, pero no terapéutico.
—En Chile no hay programas integrales para trabajar lo traumático —dice—. Se habla desde el discurso jurídico de aumentar las penas, de victimología, pero muy poco del trauma que el abuso genera en una familia. Las intervenciones están estipuladas por Sename en plazos de entre 12 y 18 meses, con condiciones laborales precarias y alta rotación de profesionales. Tampoco se han hecho evaluaciones para ver el resultado de estas intervenciones. Eso es problemático.
—Es tanta la demanda, dado que así el sistema lo plantea, que nos vemos exigidos a realizar los procesos en un año o año y medio para los casos más complejos —dijo Lorena Bojanovic, coordinadora de proyectos de Corporación Opción, consultada sobre la duración de las terapias—. Hay decisiones que el Estado toma que están asociadas a los recursos con los que cuenta. Para nosotros efectivamente es muy acotado trabajar en un año y medio en los casos de mayor complejidad.
Para Patricia Muñoz, defensora nacional de la Niñez, en Chile no existe “una estructura” que brinde a los niños una reparación oportuna y de calidad. El acompañamiento a los padres, cree, es aun más deficiente.
Sentados a la mesa, Natalia, Patricio y Rodrigo hablan de lo que, según ellos, se trató de una negligencia de las funcionarias del jardín, quienes nunca se dieron cuenta de lo que estaba pasando. Durante el juicio, ellas aseguraron que no podían estar atentas a lo que sucedía fuera de las aulas. Luego de que se destapara el caso, el jardín realizó un sumario administrativo y varias de ellas y la directora fueron desvinculadas.
—Yo puedo decir: escondo la cabeza en la tierra como un avestruz y que la vida siga, pero ¿y si en algún momento mi hija lo ve, por ejemplo, en el supermercado? —dice Patricio—. ¿Cómo le explico que está ahí?
Los tres dicen que los niños, durante varios años, tenían pesadillas y cambios de ánimo durante la época del año en que ocurrieron los abusos.
—Es como el aniversario —resume Patricio.
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A principios de junio de 2018 Freddy Acosta, defensor público de Jorge Arriaza, pidió su libertad condicional. Fue el segundo intento. En julio de 2017 la Corte Suprema había rechazado el primer pedido, debido a que no había alcanzado el tiempo mínimo para postular. Esta vez cumplía con los cuatro requisitos: había superado los dos tercios de la condena, tenía una “conducta intachable”, había terminado su enseñanza media y aprendido un oficio: durante esos años se había desempeñado como artesano en cuero. El 15 de junio fue declarado en libertad condicional por la Corte de Apelaciones de Rancagua.
El documento de postulación a la libertad condicional incluye una evaluación sicosocial, firmada por una sicóloga y una asistente social. Allí se puede leer: “El sujeto presenta un pronóstico desfavorable de reinserción social. Mantiene escasa reflexión en torno al delito, tendiendo a negar su responsabilidad en los hechos causados. (…) Es por los antecedentes expuestos, que las profesionales que suscriben sugieren no otorgar en la actualidad el beneficio de la libertad condicional”.
—Los requisitos para obtener la libertad condicional son objetivos —dice Acosta—. Una vez que se cumplen se entiende que el imputado está corregido y rehabilitado para la vida social. Eso es lo que dice la ley. El informe sicosocial que se adjunta en la postulación de ningún modo es vinculante. De hecho, si el rechazo de la libertad condicional se fundamenta en un informe desfavorable se entiende que la decisión es arbitraria e ilegal, porque la ley no lo contempla como requisito.
Según el acta de la sentencia del juicio, Arriaza está inhabilitado de forma perpetua para cargos públicos y educacionales o que involucren a menores de edad. Además, debe informar a Carabineros cada tres meses su domicilio actual durante los 10 años siguientes a su liberación. No existe ningún tipo de restricción de acercarse a las víctimas. Tampoco de rehabilitación. De hecho, en Chile casi no existen programas integrales específicos para abusadores sexuales infantiles. Gendarmería solo cuenta desde el 2015 con un programa voluntario para agresores sexuales en general, que cumplen sus penas en libertad, del que han participado 362 personas. Para los encarcelados se está implementando un programa piloto desde 2017.
Para este reportaje, PAUTA intentó contactar a Jorge Arriaza, a través de Gendarmería y de su defensor público, pero no fue posible.
¿Cómo se controla en Chile que un condenado por abuso infantil, una vez liberado, no vuelva a estar en contacto con niños? Una de las principales herramientas es el registro de inhabilitados para trabajar con menores —del que Arriaza es parte— que se implementó en 2012 y que hasta el momento incluye a más de seis mil personas. Sin embargo, el registro siempre ha estado desactualizado, ya que el Poder Judicial no envía toda la información al Registro Civil. Además, hay otro problema: los centros educativos tienen la obligación de revisar este registro cada vez que realizan un contrato, pero no siempre lo hacen. Desde el 2013 la Superintendencia de Educación ha encontrado 71 casos de personas inhabilitadas que trabajaban en colegios.
Desde los casos de Ámbar y Sophie, dos niñas menores de dos años asesinadas en 2018, distintas organizaciones han pedido aumentar las penas a quienes cometan delitos violentos contra niños. La diputada Marcela Sabat, apoyada por las organizaciones Fundación Infancia y Marcha por Ellos, presentó al Congreso un proyecto de ley que busca aumentar las penas de 40 a 60 años, sin beneficio de libertad condicional, para delitos graves contra niños menores de 7 años.
—Es un proyecto que tiene un apoyo transversal —dice Sabat—. El Gobierno, además, está impulsando un proyecto para declarar la imprescriptibilidad del abuso sexual. Eso va a ayudar a que haya una batería de proyectos en favor de cuidar a los niños.
Nathalie Oyarce, directora de Fundación Infancia, asegura que las penas por abuso y violación en Chile son insuficientes. Por eso, cree, es necesario aumentarlas. No por rabia ni por odio, sino para mantener a los abusadores alejados de las víctimas. Para Patricia Muñoz el problema, más bien, está en otro lado.
—Las penas para los delitos sexuales no son bajas en Chile —dice—. El problema es que no se aplican en la intensidad en que plantea la ley. A pesar de que respecto de algunos delitos van entre los tres años y un día y los 10 años, suelen fijarse las penas más bajas, aplicando penas sustitutivas que no involucran privación de libertad. El intento por intensificar las penas no traerá ningún fruto si no son aplicadas por los tribunales.
Para Nicolás Espejo, consultor internacional de Unicef, el abuso sexual infantil, al ser un problema estructural, requiere que, además de leyes penales y civiles, se implemente una hoja de ruta y un plan nacional de prevención, respuesta, reparación y garantías de no repetición del abuso, como lo han hecho otros países.
—En Chile no hay una política integral clara de prevención del abuso infantil. Hay algunos protocolos, algunos lineamientos, pero no una política integral pensada para familias, escuelas, policía, hospitales, centros deportivos, empresas y medios de comunicación que deje claro que todos tenemos un rol.
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Antes de que la noche caiga en San Fernando, Carolina y su hija de ocho años caminan por la calle vacía. Vuelven de la panadería, y apenas llegan a su casa —sencilla, de dos pisos—, su madre manda a Sofía a mirar televisión al piso de arriba. Viven las dos solas, el padre nunca ha estado presente. Carolina, de 33 años, vestida de parka verde y jeans, tiene muy baja audición. Su hija lleva un implante coclear, un dispositivo que le permite oír mejor, y además un audífono en el oído, ya que es sorda profunda. Por eso su caso fue desestimado: no había forma de comunicarse con ella.
—Cuando supe de la libertad condicional pasé un mes encerrada —dice—. Solo iba del trabajo a la casa, porque pensaba que estaba cerca y lo podía topar. Ella me preguntaba, “mamá, ¿por qué lloras?”, pero no le podía contar.
Carolina vive con el miedo a que le hagan o le digan algo a su hija. El tema del abuso, cuenta, aún es motivo de peleas familiares. Dice que, de cierta forma, la han culpado por lo que pasó. Tiene los ojos grandes enrojecidos, cuando dice:
—Por favor, dejen de decirme que soy mala madre porque abusaron de ella.
Desde fines del 2013, cuando le colocaron el implante coclear, Sofia puede comunicarse con cierta naturalidad. Sin embargo, su madre no quiere exponerla a un juicio. La mayoría de los padres no está dispuesto a hacerlo. Lo que sí han hecho cuatro de ellos, a fines del 2016, es comenzar un juicio civil contra el Estado. Quienes no participaron dicen que no tenían interés, estaban agotados de los procesos judiciales o les faltaba dinero.
—En el caso de nosotros —dice Natalia—, que somos clase media baja, o le das comida al cabro chico o pagas un abogado. O pagas la luz o a un abogado.
Lo que ha hecho junto a Patricio y Rodrigo es intentar visibilizar el tema del abuso infantil a través de charlas y marchas. El 19 de noviembre de 2013, que se conmemoraba el Día Mundial para la Prevención del Abuso Infantil, hicieron un cartel y se pararon en una plaza de San Fernando a repartir folletos.
—La gente nos miraba como un bicho raro —dice Patricio, sentado a la mesa del café—. Muchos escondían la cabeza bajo de la tierra, sin preocuparse de leer. Si tú ves, todo el mundo sale dando su opinión en las redes sociales pero si llamas a una marcha, van diez personas, porque el tema en Chile es tabú.
Unos minutos más tarde, se levanta para buscar a su hija del colegio. Mientras, Natalia y Rodrigo se quedan conversando sobre los efectos que tiene el abuso de un hijo en las familias: de las parejas que se rompen, de las pérdidas de trabajo por las licencias, de la culpa que sienten por no haberse dado cuenta antes. Media hora después llegan Patricio y su hija de nueve años, y automáticamente todos cambian de tema. Ella lleva un cintillo sobre el pelo largo y negro, y un helado en la mano. A su lado, su padre arrastra su mochila, estampada con corazones grises y rosados.