Los que quedaron abajo
El primer vuelo del Plan de Retorno Humanitario regresó 160 haitianos a su país. Otros 55 se presentaron ese día, pero no estaban habilitados para viajar. Ahora, sin lugar a donde ir, pasan largas noches en una parroquia de Estación Central.
—Construcción nada. Aseo, nada, Feria, nada. Vine a Chile para trabajar pero es muy difícil acá. Todo papel— explica con un español rudimentario Stanley, de 30 años, frente a un Jesús crucificado.
Él es uno de los 55 haitianos —incluidas dos mujeres— que no pudieron subir al Boeing 767 de la Fuerza Aérea que el miércoles 7 de noviembre, como parte del Plan de Retorno Humanitario, regresó a su país a 160 de sus compatriotas. Ellos se quedaron abajo por un malentendido: habían recibido un mensaje con los datos de la partida que no estaba dirigido a ellos.
Desde el Gimnasio Municipal de Estación Central, donde se los había convocado, los llevaron a la Parroquia Santa Cruz de Estación Central, en la población Los Nogales, que había funcionado como albergue temporal durante el Código Azul. Desde entonces, con el apoyo de la municipalidad, allí pasan la noche y reciben desayuno y cena.
Un lunes a las cuatro de la tarde, cinco días después de la partida del avión, Stanley cuenta que llegó a Chile por recomendación de un amigo, pero nada resultó como pensaba. Sufrió una de las paradojas de casi todos los haitianos que quieren volver: en vez de enviarle dinero a su familia, ellos tuvieron que cubrir sus gastos en Chile. Por eso, con una voz casi imperceptible, dice que no se quiere quedar más tiempo. A su lado, en el centro de la capilla, hay 26 camarotes idénticos: todos con acolchados azules y sábanas blancas. Frente a ellos están el crucifijo, el altar, los arreglos florales.
Andar descalzo en otras tierras
Cuando se enteró de que no estaba en lista para embarcar el avión, dice, sintió ganas de morir. El hombre de 29 años prefiere no decir su nombre, porque teme —todos temen eso— que si dicen algo inadecuado les impidan regresar a su país. Sentado en un banco, de brazos cruzados, mira hacia el patio casi vacío de la parroquia.
—Si no fuera porque Dios no recibe en el cielo a las personas que se suicidan, me hubiera suicidado —dice a través de su intérprete— La situación que estoy viviendo acá no es humana.
No se ha cambiado de ropa en dos meses, dice mientras se toca los jeans gastados, sucios, que lleva puesto. Además, solo tiene un par de botas incómodas, así que ha decidido andar descalzo. En Puerto Príncipe se dedicaba a manejar una camioneta que tenía con su hermano, pero en los ocho meses que estuvo aquí solo fue jornalero en una cosecha de mandarinas en Ovalle. A los 15 días, por un problema con sus papeles, tuvo que abandonar ese trabajo.
Cuando regresó a su casa, donde vivía con su prima, ella se había mudado a un sitio más pequeño y como la dueña no aceptó a los dos, ha quedado casi en situación de calle. En Ovalle quedó su maleta, con el resto de su ropa, pero aún no ha podido ir a buscarla por falta de dinero. Por no tener un sueldo, además, ha tenido que hacer pequeñas tareas para alimentarse.
—Iba a un vecindario y me ofrecía a lavar los platos o a ir a hacer las compras, para que me dieran un plato de comida —dice despacio, en voz baja—. Eso jamás lo hubiera hecho en mi país. Me ha dolido tener que mendigar un plato de comida.
Su único consuelo es pensar en su esposa y sus dos hijas, de dos y ocho años. Lo esperan en Haití, dice sin dejar de mirar hacia un punto fijo del patio.
—Tanto la parroquia como la municipalidad están asumiendo los costos de una mala coordinación del Gobierno —dice Tomás Vicuña, director nacional del Servicio Jesuita a Migrantes—. Una de las frases que más ha usado el Gobierno ha sido el de ordenar la casa, pero acá hay desorden, y se han desentendido de esa situación.
El asesor de Migración del Ministerio del Interior Mijail Bonito, explica que algunos de quienes no abordaron el avión ni siquiera habían comenzado los trámites. La Cancillería hace una evaluación exitosa del plan de retorno, al que por el momento se han presentado más de mil haitianos. De hecho, el Gobierno considera ampliarlo para otras nacionalidades.
—La idea es que Chile no se convierta en una cárcel para aquellas personas que no han podido adaptarse por cualquier razón. Lo que está haciendo el Presidente es permitir que aquellos que voluntariamente deseen volver tengan la posibilidad de hacerlo —dice Bonito.
Según el estudio “Haitianos en Chile: integración laboral, social y cultural”, del Centro Nacional de Estudios Migratorios de la Universidad de Talca, más del 30% de los haitianos se encuentra desempleado y un 76% de quienes trabajan lo hace en algo muy distinto a su país de origen. Un 74% asegura que recibe un salario menor a 400.000 pesos.
—El 99% de los haitianos se quiere quedar, entonces pensemos cómo generamos más políticas de inclusión. Una política migratoria debería ser integral, más allá de regular quién entra y quién sale —dice Vicuña—.
Solo volver
Al centro del salón, la televisión transmite una telenovela turca. Sentados en sillas de plástico verde, hay más de 20 haitianos jóvenes tomando gaseosa y comiendo sándwiches de jamón y queso, galletitas, papas fritas. Algunos hablan entre sí, otros revisan su celular o escuchan música en sus auriculares. No tienen otra cosa que hacer. Por eso, para aplacar la ansiedad y el nerviosismo de la espera, la municipalidad planifica actividades, como salidas al zoológico y museos.
—Cuando vine a Chile pensaba que tenían una buena vida y la vida acá es igual que en Haití —dice Robertho, de 23 años, en el patio de la parroquia—. Por ejemplo, trabajas en una empresa que te paga 286 mil pesos, te arriendan tu casa a 150 mil. Necesitas 60 mil para comer. No puedes enviar plata a Haití. Eso es un problema.
Lleva una parka gris que tuvo que comprar en Chile, porque cuando llegó a Osorno se sorprendió por la lluvia y el frío, tan contrarios al clima de su Puerto Príncipe natal. Luego de trabajar cuatro meses en el área de construcción y otros tres en un supermercado, terminó de convencerse de que el idioma, el clima y el racismo eran obstáculos para quedarse en el país.
Cerca de él está Blutus, de 34 años, que tiene un pensamiento casi obsesivo. Volver a Haití. Su familia lo esperaba el miércoles y ahora, al igual que sus compañeros, solo le queda esperar el próximo avión, que aún no tiene fecha confirmada.
—Solo necesito volver a Haití. Cachái, ¿no?
Afuera de la parroquia, otros han tenido menos suerte: hay una docena de haitianos que también quieren irse de Chile y que desde aquel miércoles 7 de noviembre pasan el día esperando en la puerta. Uno de ellos, poco abrigado, tiembla por el frío imprevisto de noviembre. Otro abraza la carpeta donde lleva sus papeles migratorios. Algunos suponen que estando allí estarán más cerca de subirse al próximo avión. Por el momento, como no tienen adónde ir, duermen amontonados a dos cuadras, en la casa de un pastor evangélico haitiano. Allí, también amontonadas en un rincón, están sus valijas listas para partir.
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