La vida fecunda de letras de Floridor Pérez
Con 81 años a cuestas, y una vida cargada de letras, rimas y enseñanzas, falleció el pasado sábado 21 de septiembre el profesor y poeta Floridor Pérez.
Pre-epitafio
– Floridor Pérez en “Obra completa-mente incompleta“
Fue él mismo quien decidió aclarar cuáles serían esas correcciones si se pudiera reeditar lo vivido: no hablar tanto y exponer menos aquello que es propio. “Lo encachado de la vida es que uno dice una cosa y hace otra”, comentó hace casi un año, entre risas y pensamientos hablados, el poeta y profesor Floridor Pérez, en Desde el Jardín.
El pasado sábado 21 de septiembre, con 81 años a cuestas y un cáncer estomacal, falleció el poeta tras una descompensación seguida de un paro cardiaco.
Dicen que las correcciones matan la espontaneidad. “Yo lo he oído mucho”, afirmó en su momento Pérez. “Pero efectivamente, siempre que algo vive, algo muere”, agregó seguro, consciente del devenir.
Encontrarse entre los libros
“¿Para qué diablos sirve un chiquillo así?”, se preguntaba, en silencio y preocupado, un pequeño Floridor Pérez en los patios de su escuela. Sus amigos jugaban al luche, al emboque o las canicas, “pero yo nunca pude hacer rodar un trompo, o elevar un volantín. ¿Para qué sirvo, entonces?”, era la pregunta que no dejaba de rondar por su mente.
Medio apenado, e incluso un poco acomplejado, se fue a sentar a un rincón del patio. Allí, como si estuviera esperando su llegada, se encontró un amigo que, según él mismo afirmó, no le exigía ninguna destreza: el libro.
“En esa compañía he seguido desde chico”, aseguró. Su futuro lo imaginaba rodeado de libros y pizarrones, salas de clases y bibliotecas. Su vocación de maestro había comenzado a brotar, por lo que dedicarse a la educación le pareció el camino más idóneo.
Estudió pedagogía en castellano en la Escuela Normal de Victoria, en la Región de la Araucanía, y una vez finalizada su etapa de aprendizaje intensivo, su trabajo se centró en la enseñanza de niños y jóvenes en las escuelas rurales en la Región del Biobío.
“Vale la pena ser profesor para aquel que quiera vivir la pena”, aseguró. “No es una pega ni un trabajo, es una vocación, y quien la tenga, y esté dispuesto a amarla hasta que la muerte los separe, la va a disfrutar”, agregó.
Y fue así. Hasta que efectivamente la muerte llegó a separarlo de su vocación, el poeta y maestro se dedicó a realizar aquello que, según él, era lo único que podía hacer: enseñar y educar.
Están allí sus poemas y sus cientos de antologías de la mejor tradición literaria chilena y universal. Allí están, divulgadas entre textos escolares que se han infiltrado en la memoria de cientos de miles de estudiantes de varias generaciones.
“El profesor enseña, pero el maestro educa. Ser profesor es una profesión, una noble profesión, pero ser maestro… ser maestro es vocación”, afirmó con la templanza de quien dicta cátedra del asunto, a su interlocutor, Cristián Warnken, que curioso lo miraba hace casi un año.
Las obras que perduran
Su primer libro, Para saber y cantar, fue lanzando en 1965, mientras que en 1980 publicó Poema de Mío Cid y cuatro años más tarde fue el turno de Cartas de prisionero.
En 1987, indagando en el mundo de la lírica infantil, lanzó un volumen de poemas para niños titulado Cielografía de Chile: poesía para niños también, al cual le siguieron Memorias de un condenado a amarte (1990), Poemas y prosa autobiográfica (1990) y Mitos y leyendas de Chile (1992).
En 1995 publicó la antología Cuentos de Chile que tenía a su cargo y en 1999 Floridor Pérez reeditó La vuelta de Pedro Urdemales.
Revisa la conversación completa entre Floridor Pérez y Cristián Warnken aquí: