El Metro y nuestro espíritu cívico
“El viernes pasado, algo más que unas estaciones quedaron destrozadas”, reflexiona el periodista John Müller, en esta columna especial para PAUTA, dando cuenta del impacto simbólico y social de los ataques.
La destrucción de 41 estaciones del Metro de Santiago y los destrozos en otras 36 no solo suponen un daño económico, sino que marcan un quiebre respecto de un medio de transporte que ha sido una escuela de civismo para los santiaguinos. En la década de 1980, siempre se destacaba lo limpio y bien cuidado que estaba el Metro de Santiago, a diferencia de los de Nueva York o Londres, entonces plagados de grafitis. La gracia es que esta actitud nacía de forma natural de los pasajeros.
El único Metro del mundo que rivalizaba en limpieza y consideración por parte de los usuarios con el de Santiago era -paradojas de la historia- el de Caracas antes de 1990. Una de las grandes novedades de Santiago para un ciudadano de provincia, junto con ir al teatro Bim Bam Bum o caminar por el Paseo Ahumada, era subirse al Metro.
El Metro ha marcado la modernidad del país y ha sido símbolo de ésta. Como va bajo tierra casi no nos hemos dado cuenta de ello. Su construcción se inició el 29 de mayo de 1969. Era apenas una promesa cuando Chile se hundió en la crisis institucional más grave del siglo XX. De sus zanjas abiertas en la Alameda salieron las piedras con las que se enfrentó la izquierda y la derecha durante la Unidad Popular y en ellas se parapetaron los conscriptos que atacaron La Moneda en 1973.
En septiembre de 1975, el general Pinochet inauguró la Línea 1 y siempre se dijo que el Metro era su vía de escape para llegar rápido a la Escuela Militar si había problemas. En 1978 se abrió la Línea 2 y el Metro se quedó dormido. No sería hasta 1997 cuando, en medio de una nueva ola de prosperidad, se inauguró la Línea 5 y así hasta el viernes pasado cuando se estaban proyectando las líneas 8 y 9, anunciadas por Sebastián Piñera en 2018.
El Metro ha sido testigo y reflejo del crecimiento económico de Chile. En sus carteles nos hemos informado de la intensa vida cultural y asociativa de Santiago. En sus vagones viaja la vida cotidiana del país: oficinistas que dormitan, señoras que son la clave logística de las familias del barrio alto, juniors con mandados, estudiantes calentando un examen a última hora, turistas con maletas, cantantes, vendedores, parejas de enamorados, carteristas… Al mismo tiempo, su extraordinaria limpieza y orden parecían reflejar el crecimiento cívico y moral del país. Más aún cuando el suburbano reiteradamente daba muestras de saturación debido al trastorno de los flujos de pasajeros desde que se creó el Transantiago.
El viernes pasado, algo más que unas estaciones de Metro quedaron destrozadas. El espíritu cívico de muchos chilenos también fue profanado y calcinado por los violentos. El Metro no volverá a significar lo mismo. De golpe, el país ha descubierto que el avance económico no va necesariamente unido al progreso moral de los países y que esto, al final, tiene consecuencias.