Carta abierta al año 2020
En su columna de opinión en PAUTA, Cristián Warnken dice: “Acabo de colocar la palabra ‘intolerancia’ en el mono gigante que vamos a quemar (ese mono eres tú, 2020), y escribí al lado ‘la verdadera peste'”.
Año 2020 que termina:
Decidí escribirte una carta. Necesitaba mirarte cara a cara, personificarte para tratar de darle un sentido a todos los acontecimientos que hemos vivido desde que nos abrazamos y lanzamos fuegos de artificio al cielo, en enero pasado. ¿Pero tienes rostro, tienes nombre, eres uno, o encierras una multiforme y heterogénea realidad inasible que tratamos –para no sufrir el vértigo del azar y del insoportable sinsentido– de unir en un sola expresión: “año viejo”? ¿Se puede resumir en una imagen, una idea, el haz de hechos que te conforman? He hablado con mucha gente en estos días y todos afirman que este fue un año terrible, tremendo, convulso, etcétera. Incluso en el lugar desde donde te escribo están preparando un “mono” que te personifica y en el que han escrito todo lo que necesitamos superar y dejar atrás, para después quemarte. Es una vieja y sabia tradición popular pagano-religiosa y los niños disfrutan mucho con ella. Los viejos también. Yo también voy a participar en ese rito y he pensado cuál va a ser la palabra que voy a colocar en ese mono sacrificial: y será la palabra “intolerancia”. Y la voy a colocar porque creo que ella es la gran envenenadora de la convivencia humana, y el avance civilizatorio ha sido posible cada vez que la hemos arrinconado, contenido. Y ella nos ha visitado este año, en esta lejanía, esta “finis terrae” que es mi país, ha resucitado como una diosa de la ira, la rabia, el odio, como si hubiese estado esperando al fondo de la tierra para resurgir de manera brutal. ¿Por qué ha vuelto a renacer, cuándo la creíamos superada?
Los expertos en historia, ciencias sociales y otras están tratando de explicar racionalmente ese renacimiento. Dudo que lleguen al fondo de la explicación. Muchos acontecimientos, procesos históricos, guerras, no son explicables solos desde la razón, en cualquiera de sus formas (histórica, política y así). Hay que bucear en los estados de ánimo individuales y colectivos, en el siquismo, en el inconsciente colectivo para ir a buscar el origen de las fuerzas que se desatan en la historia. En ese sentido, sirve más alguien como Gustav Jung –sicoanalista suizo– que alguien como Hegel para poder explicar de qué magma interior, de qué profundidades sale el monstruo que a veces asola los países y las sociedades.
Decidí quemar la palabra “intolerancia” en el mono de papel que pasearán por las calles y que te representa (viejo año 2020), porque sería absurdo quemar la palabra “pandemia”. La peste no depende de nosotros, es una manifestación más del orden natural del que somos parte (no olvidemos que somos –aunque lo hayamos olvidado– también naturaleza). En ese sentido, tienen razón los viejos y sabios estoicos que nos enseñaron que hay hechos que no dependen de nosotros y hay que otros que sí dependen. En los primeros es absurdo colocar nuestra energía y trabajo; es en los segundos donde hay que concentrarse y trabajar, y esa es la dimensión ética. No depende de nosotros que aparezca una peste inesperada y nos ataque como humanidad, pero sí depende de nosotros ser más o menos virtuosos, más amables, más tolerantes. Quiero quemar la palabra “intolerancia” porque es nuestra “sombra”, el lado oscuro del corazón humano y creo que podemos hacer mucho todavía para domeñarla.
Alguien debiera escribir algún día la historia de la “tolerancia”: la aventura de un puñado de pensadores iluminados que entendieron el poder devastador de su antónimo y que fueron cultivando esa flor escasa que sostiene el precario equilibrio de los jardines de la sociedad humana. Esa flor no existía, hubo que inventarla, y sus primeros jardineros fueron Spinoza, Montaigne, Montesquieu, Erasmo. ¡Y desde luego Jesús cuando dijo “amaos los unos a los otros”! Él puso la primera semilla… Los jardineros filósofos después les entregaron la posta a los que tendrían que cuidar la flor en invernaderos cuando Europa era asolada por dos guerras apocalípticas; los gulags y los campos de concentración se llenaban de prisioneros y las fosas comunes no daban abasto para recibir a tantos muertos. Así es ella, la Intolerancia: los griegos nunca crearon una diosa para personificarla; solo a Ares, dios de la guerra, pero la guerra es una consecuencia de la intolerancia. Aquiles –su ira– fue tal vez su mejor personificación literaria en la Ilíada. Son muy importantes los dioses, los símbolos, pues estos le dan rostro, hacen visible las fuerzas ciegas que operan en el abismo del corazón del hombre. Hay que inventar una diosa para personificar a esta intolerancia que habita todos los días en nosotros, que está latente en todas las sociedades y que cuando estalla es peor y más devastadora que un volcán o un terremoto o un tsunami. Cuando no hay dioses para personificar las fuerzas inconscientes, las palabras abstractas no nos hacen ver vívidamente esas fuerzas.
Año 2020: Nietzsche acuñó el concepto del “amor fati”, y dijo que debíamos abrazar el momento presente con todo: sus dolores, júbilos, desastres y nuevos comienzos; muerte y nacimiento. Es el “santo decir sí” y de ahí deriva el “eterno retorno”, ahí superamos el tiempo entendido como progresión lineal, concepto tan idolatrado por nuestra modernidad. Por eso, viejo año, te quiero abrazar, entonces, con todo, año que termina, pero permíteme extirpar solo una parte de tu cuerpo inmenso hecho de los miles de minutos que contienes, del devenir de millones de vidas, inconmensurable, imposible de contener en una sola cifra.
Permíteme que te extirpe la intolerancia que nos tocó vivir en el mundo y en nuestro país este año. No extirpo ni el legítimo deseo de cambio social y político, ni tampoco la desobediencia pacífica a veces necesaria (la de Thoreau, Gandhi, Mandela), el anhelo profundo de un nuevo comienzo que late en el alma de mi país, pero sí quiero sacarte la espina de la intolerancia, el veneno que termina muchas veces por alienar a los líderes y a los multitudes, y que degrada esa “jerga del tambor” que el joven poeta Rimbaud escuchaba sonar en la Comuna de París y la transforma en jerga del patíbulo, la funa, la hoguera. Acabo de colocar la palabra “intolerancia” en el mono gigante que vamos a quemar en unas horas (ese mono eres tú, 2020), y escribí al lado “la verdadera peste”. Esta pandemia viral estoy seguro que la superaremos: esa otra pandemia es más contagiosa y letal y no hay vacuna contra ella, salvo la reflexión, el trabajo interior, el salto de conciencia que nos hace superar la barbarie y merecer llamarnos “humanidad”.
Año viejo: gracias por escucharme con paciencia estas divagaciones. Te siento más liviano, creo que me empiezo a reconciliar de a poco contigo. Veo cómo está ardiendo el mono de la procesión y espero que se queme en él el corazón duro de la intolerancia. Si algún resto de brasas de ella persisten, habrá que empezar de nuevo, año a año para apagarla.
Hasta que no se extinga definitivamente (¿será eso posible?), no habrá Año Nuevo posible.
La intolerancia es lo viejo, lo horrible, lo que debemos superar: veo las hogueras de la Inquisición, la guillotina, las dictaduras desfilar ante mis ojos. De ese aquelarre solo se desprende un hedor insoportable, una humareda abyecta, nada digno de recordar. Lo único nuevo, de verdad nuevo es esa flor escasa, casi exótica, con la que debemos –como dice Voltaire al final de su “Cándido” –cultivar nuestro jardín. La hermosa, escasa, casi imposible y milagrosa flor de la Tolerancia (que llamaré “”aizoon tolerantia“, tolerancia viviente).
Te abrazo, ahora sí, año que termina.
Cristián Warnken
Desde mi jardín, 31 de diciembre del 2020