Elegía en la hora de los esqueletos
“¿Quién mató el Squadritto?”, se pregunta Cristián Warnken en esta carta: “Hay que decirlo con todas sus letras, aunque las furias nos funen: también el ‘estallido social’ mató a nuestros lugares sagrados”.
“oh!, amigos enloquecidos,
adiós!, hasta lo hora soberbia de los esqueletos”
En U, de Pablo de Rokha
Estimados amigos enloquecidos:
Intento mantener la serenidad y la necesaria distancia, cultivando mi jardín, poniendo cercas para contener la avalancha de informaciones que todos los días se abalanzan sobre cada uno de nosotros –habitantes de este mundo convertido en panóptico virtual–, intoxicándonos de mentiras o verdades a medias, exacerbando nuestros miedos, nuestras rabias e incertidumbre.
Prefiero escuchar los pájaros que visitan mi jardín que a los papagayos que cacarean en los medios de incomunicación. He logrado protegerme de las sucesivas olas de la “infodemia”. Pero una noticia que traspasó mis muros de autoprotección (que he levantado para defenderme de la ciudad de la Furia y de la Funa) acaba de afectarme y amenaza con hacerme una víctima más de la melancolía, la epidemia del alma cuya curva de contagios se dispara en estos tiempos de pandemia. Acabo de saber que se cierra el restaurante Squadritto, del barrio Lastarria.
Algún día haremos la lista de los lugares muertos a causa de ese letal “combo” de estallido y pandemia: el Cinzano en Valparaíso, el Café Colonia, el cine arte Normandie, el restaurantee Squadritto en el centro de Santiago. ¡Y también el Venezia en Bellavista!
Cuando volvamos a caminar con total libertad y desaprensión las calles de nuestras ciudades, nos daremos cuenta de lo que hemos perdido. “Todo lo que perdido / volverá con las aves”, decía el poeta Jorge Guillén. Le pregunto a los pájaros de este jardín: ¿dicen la verdad esos versos o todo se pierde irremisiblemente y no hay resurrección para los lugares sagrados de la ciudad?
Los créditos Covid no dan abasto para reanimar a tantos negocios agónicos. No hay UCI para los negocios que agonizan. Al perder el restaurante Squadritto, no perdemos una oferta gastronómica más: perdemos un lugar de encuentros, de conversaciones, de ritos.
La vida actual cada vez tiene menos ritos, afirma en su último libro el filósofo Han Byung-Chul. Y eso lo escribió antes de esta peste. La vida sin ritos es una vida sin sentido, vacía. Los ritos presenciales no son sustituibles. El delivery no podrá nunca reemplazar la alegría de un plato servido en la mesa que siempre escogemos y servido por el mozo cuyo nombre conocemos y que conoce nuestro nombre. El delivery pertenece al mundo exprés; los restaurantes al reino de lo “slow”, de la lentitud perdida. Los restaurantes entrañables, con historia, nos otorgan una nueva forma de domicilio que nuestro propio hogar no nos da.
Quiero decirles que cada vez que entraba al Squadritto me sentía regresando a mi casa. Y cada uno de los encuentros ahí vividos, las reuniones celebradas, las conversaciones (algunas muy largas y muy regadas) se me aparecen y me penan. Esos eran los acontecimientos de un tiempo verdadero, un “Kayrós” que nos permitió resistir las ansias devoradoras del Cronos bajo cuyo poder vivíamos antes de este frenazo de esta pandemia. No puedo dejar de evocar a los amigos muertos con los que concelebré cenas sagradas, con los que cultivé la religión de la amistad. Recuerdo a Óscar Bustamante, arquitecto y narrador levantado su copa de vino frente a mí, haciéndole una finta a la muerte, con su mirada de niño y hombre, llena de una tristeza y una elegancia a estas alturas extinta. O Jorge Edwards, memorialista eximio, diseminando anécdotas sabrosas de un Santiago desaparecido. Y Paz de Castro fumándose el último pucho con la entrañable Jovana Skármeta haciéndonos reír a carcajadas con una historia desopilante vividas por ellas, y narrada después magistralmente por Pedro Lemebel. O Miguel Serrano, el último mago de la generación del 38, haciendo un gesto con la mano para limpiar la comida de cualquier “interferencia” de ondas negativas venidas de alguna Matrix. En la mesa de al lado estaba la entonces ministra de Salud, Michelle Bachelet. Recuerdo que se saludaron. ¿Lo viví o lo soñé?
Era como en el viejo Chile, en que era posible encontrar en los lugares sagrados (bares, restaurantes) a los enemigos políticos compartiendo la misma mesa, la diversidad de verdad, no la impuesta por decreto ni discursos grandilocuentes y muchas veces vacíos. ¿Se rompió esa convivencia para siempre?
Veo al poeta Armando Roa acunando un whisky entre sus manos mientras recordaba algún verso de un poeta anglosajón que ninguno de los comensales conocíamos, traducidos por él, como un médium de bardos olvidados en estos tiempos de indigencia. Desde otra mesa Radomiro Spotorno –que goza de una ubicuidad sorprendente que lo hace estar en España y Chile a la vez– lanza, con su voz profunda, alguna ironía memorable… Y Lafourcade, que amó la Poesía de esos barrios, andaba por ahí y todavía recorre las calles ahora confinadas, buscando su memoria perdida, desorientado a ver tantos lugares muertos.
Me veo a mí mismo, embobado, mirando a los ojos a mi gran Amor, Lucero del Alba, Flor Gigante, embelesado por la Belleza que Platón nos enseñó a contemplar para aspirar a ver alguna vez la Verdad cara a cara, fuera de esta caverna. ¡Qué jóvenes éramos y cuán inmunes y protegidos nos creíamos por ese centro de la ciudad, cerca del cerro Huelén (Santa Lucía), que en mapuche significa “dolor”!
Squadritto –con sus muros llenos de frescos que evocaban pinturas como de un palacio de Adriano– era nuestra caverna cava, pero una caverna donde no veíamos sombras proyectadas en la pared, porque la luz estaba adentro y salía de las cocinas con platos humeantes, epifánicos, regalos de esa Italia que siempre nos salva –estemos donde estemos– de cualquier pesantez.
¿Quién mató el Squadritto? ¿Sólo esta pandemia global? Algunos les endosarán toda la culpa a los chinos. Pero hay que decirlo con todas sus letras, aunque las furias nos funen: también el “estallido social” mató a nuestros lugares sagrados. Las multitudes manifestantes que traían por un lado el Eros de un nuevo despertar jubiloso y lleno de esperanza fueron muchas veces escoltadas por batallones tanáticos que martirizaron un barrio axial de la ciudad –un axis mundis– sin piedad ni medida. Era Tanatos, la contracara del Eros manifestante. Veo la pequeña iglesia de Veracruz de Lastarria ardiendo, y las turbamultas de demonios destruyendo todo a su paso, un barrio donde siempre uno está rodeado de “fantasmas para poder pensar” ( lo decía el poeta metafísico Omar Cáceres). Los barrios tienen energías, presencias, fantasmas propios: y ellos han sufrido por décadas la brutalidad de la desmesura inmobiliaria (que no cree ni en fantasmas ni lares ni sacralidad urbana alguna) primero, y luego se desató como tempestad sobre ellos la rabia incontenida, la hybris jacobina que terminó por desnaturalizar el “despertar” ciudadano.
Algún día se escribirá el lado oscuro de ese “despertar” y nos daremos cuenta de que no se diferencia mucho del asalto de los bárbaros trumpistas del Capitolio. El negocio de la polarización alimentada por las transnacionales digitales crece explosivamente a costa de nuestras frágiles democracias y ciudades y usa el legítimo descontento contra las múltiples desigualdades del mundo para polarizar. Pero aquí, tras la paletada (sobre los lugares de la ciudad quebrados, muertos), “nadie dice nada”. Es políticamente incorrecto decirlo y para los “constructores” de un nuevo orden social, la supuesta Ciudad Utopía donde algún día llegaremos, la destrucción de una ciudad no importa, es solo un “daño colateral”. Al ver nuestro centro incendiado y vandalizado recordé estos versos: “Ha llegado el tiempo de los asesinos”, del joven Rimbaud, el tiempo de los Al-Hachich, la secta fanática islámica. ¿Sobrevivirá el restaurante Les Assasins, a pocas cuadras del Squadritto?
Recuerdo al poeta del parque, Marcelo Jarpa, que escribe haikús a las hojas de otoño del Parque Forestal, paseando extraviado en medio de la humareda de esos días difíciles de octubre, respondiendo a la pregunta “¿Y tú , poeta, qué piensas de todo esto?”, responder: “Yo no pienso, yo rezo”· “Rezo por vos”, como diría Charlie García. Rezamos por el Squadritto, rezamos por el Museo Violeta Parra, rezamos por la Fuente Alemana, por el Museo de Bellas Artes, por la Biblioteca de Providencia, pero muchos de esos rezos no fueron escuchados. ¿Los dioses abandonaron nuestro barrio?
Squadritto resistió heroicamente, lo que pudo. Resistió por nosotros. ¿Nadie presentó un recurso de protección por él? Una voz vacía, impersonal, la voz de estos tiempos inclementes, responde: “No ha lugar”. Como el título del poemario de Armando Uribe, vecino del mismo barrio. Uribe –el último católico de verdad– tiene también que haber rezado para que el barrio no muriera. Lo deben haber escuchado los “resurrectos” Chico Molina, Enrique Lihn, buscando como nosotros bares que ya no existen, donde podamos repetir el verso con que se despedían los antiguos miembros de la bohemia santiaguina: “oh! amigos enloquecidos, / adiós!, hasta la hora soberbia de los esqueletos”.
Amigos vivos y muertos: ya no volveremos al Squadritto a paladear ese osobuco sustancioso o esos penne all’Arrabbiata que nos hicieron sentir tantas veces que estábamos vivos, que la comida, la amistad, el vino son la prefiguración del Paraíso. Ese “con-sentir” juntos que es propio de la amistad, como lo dice Aristóteles en un capítulo de la Ética a Nicómaco. En la plenitud de ese “con-sentir” el plato disfrutado y la conversación como alimento, alcanzábamos “la hora soberbia de los esqueletos”: pero solo conoce el Paraíso el que lo ha perdido. Perdimos el Squadritto. Cuando vuelva a abrir el cine Lastarria –y cuando eso ocurra eso será el signo claro de que la pandemia ha terminado– y crucemos la calle para ir a celebrar, nos daremos cuenta de que hay un vacío al centro de la calle Rosal. Tendremos que recitar algún verso en italiano, claro.
Tal vez “vendrá la muerte / y tendrá tus ojos” de Pavese. O “en el medio del camino de nuestra vida / me encontré en una selva oscura, / habiendo perdido el recto camino”. La “selva oscura” es cuando no cuidamos nuestras ciudades, nuestros barrios, nuestros lugares sagrados. Eso es el Infierno, o algo muy cercano a él.
Disculpen estos desvaríos, queridos amigos. La melancolía, la pena, creo que me han hecho ir un poco lejos. “La emoción se me sube a la cabeza”, como diría el chamán antipoeta. Sé que me puse muy retórico. Recuerdo esta escena narrada por Cervantes. Una conversación de caballos. Rocinante –caballo del Quijote– elucubra sobre la vida y la muerte; Bavieca –caballo del Cid– lo mira asombrado. “Filosófico estáis”, le pregunta Bavieca a Rocinante. Este contesta: “¡Es que no como!”. Lo mismo digo: “¡Es que no como hace mucho tiempo en el Squadritto!” Es que no comeremos más en la misma mesa, al centro de la enigmática calle Rosal. Esta carta era para abrazarlos, para llorar con ustedes. ¡Cómo echo de menos nuestros “¡Banquetes”, que a la manera platónica unían conversaciones con libaciones! No encontré otra forma de hacerlo que escribiendo estas divagaciones que me salieron del alma. Eso hacen los amores perdidos con nosotros: nos hacen decir desvaríos.
Que estos desvaríos míos sean entendidos como una declaración de amor a nuestro, a vuestro querido Squadritto, perla, flor de nuestro barrio herido. ¡Amigos enloquecidos!
Enero 2021