Carta abierta de Cristián Warnken al ministro de Salud
“¡Hasta comienza a generarse un mercado para los obesos!”, critica Warnken: “Es un tema que la élite económica autocomplaciente no sufre y que descuida con su desconexión de la realidad popular”.
Carta al ministro de Salud, Enrique Paris
Sr. ministro:
Le escribo esta carta desde mi segundo jardín, un jardín de verano, cerca del mar. Estoy practicando desde hace unos meses el arte –hoy en desuso– de escribir cartas. Darse el tiempo para conversar a la distancia con otro: hastiado tal vez de la hipercomunicación instantánea, donde ha desaparecido la espera, la atención plena y el verdadero diálogo. Hastiado de las frases cortas de Twitter y del “whatsapeo” chilensis. La carta puede suplir en algo, en tiempos de confinamiento, esta distancia obligada, y es –creo– una forma cálida de conversación que se acerca al ritmo moroso de la tertulia hoy en peligro.
Desde muy niño veraneo en la costa del litoral central. Las playas de El Tabo, Isla negra, El Quisco son parte de la geografía interior de mi infancia. Cada roca, mirador, quebrada me devuelven los retazos o las hilachas de un tiempo perdido, pero que siempre se puede recobrar. Mis “Madeleine” (para usar la imagen proustiana) son el olor de los pinos, el sonido a veces desesperado de las gaviotas como si su labor también fuera recolectar lo que el tiempo ha destruido y a veces pulverizado. Desde hace más de 50 años camino por estas mismas playas conversando con el niño que fui. Y en estos veranos he visto cómo el país ha cambiado desde cuando en El Tabo había un telégrafo donde yo enviaba telegramas a mi madre para contarle mis peripecias en unas largas vacaciones en casa de una tía y en la Hostería Santa Helena se podía disfrutar de la famosa Copa Santa Helena, algo a lo que muy pocos podían aspirar a disfrutar (un grial de esos tiempos de escasez). Dicen que ahí estaba el único teléfono de Isla Negra y que Neruda a veces usaba.
Veo a Neruda pasearse como fantasma por estas calles, perplejo como yo de todo lo que hemos cambiado: me imagino su cara de estupor de ver a cada persona, hasta el más pobre, con su propio telégrafo instantáneo (el celular). Lo imagino recibiendo las alarmantes y trágicas noticias que llegaban de Santiago después de septiembre de 1973, así como ahora yo recibo las noticias de la peste. Un Neruda más melancólico, menos épico, mirando su “jardín de invierno”, sintiendo al monstruo de la historia avanzar sobre las ciudades, cuyos estertores y furia llegan aquí atenuados: por algo eligió este retiro que le recordaba una parte de su infancia en Puerto Saavedra. Aquí durante el año parece que uno viviera fuera del tiempo; pero en verano, las muchedumbres de veraneantes traen el olor, el sonido, el color de las megápolis desesperadas.
Me gusta caminar entre la gente, oír sus conversaciones, escuchar sus canciones, sentir sus risas, es la “gente” como se le dice hoy, el “pueblo” le decían en tiempos de Neruda. ¿Pero existe todavía ese “pueblo” tal como lo describieron, cantaron poetas, políticos de ese Chile previo a la “revolución silenciosa”, esa que cambió el país en los famosos “30 años”? “No fueron 30 pesos, fueron 30 años…”. Fueron los años que sacaron a millones de la pobreza, los años en que la clase media se masificó en Chile, los años en que fueron desterradas la desnutrición, el hambre; años de gran desarrollo económico y también social, con grandes fisuras por cierto y desigualdades pendientes y flagrantes, pero hay que decirlo con todas sus letras: Chile cambió tal vez para siempre. Neruda y nosotros también alcanzamos a ver a los niños a pata pelada por las calles de la ciudad (esos que Enrique Lafourcade narró en su estremecedora Novela de Navidad y que el Padre Hurtado recogía debajo de los puentes en su camioneta verde). Y ese cambio me tocó verlo gradualmente, verano a verano, todos los veranos de estas últimas décadas. Hasta el tono de voz, la manera de hablar, cambiaron. La manera de comer y de pararse en la vida.
Antes casi no se veía “pueblo” (masivamente) en estas playas, ahora estos son balnearios populares. Mucho se queja la élite de la “ordinariez”, del consumismo inconsciente de este “pueblo” veraneante y se añora el viejo tiempo del Chile austero, más solidario, y más auténtico. Hay algo de verdad en esa romantización del pasado (mezclado con un paternalismo atroz) pero, por otro lado, alegra ver a personas más seguras de sí mismas que antes, más empoderadas, disfrutando de los bienes de consumo que incluso nosotros –austera clase media de los 70– veíamos como lujo. Si Neruda se parara en estas playas y leyera sus versos, queriendo ser la voz de los sin voz, el del “venid a hablar por mis palabras y mi boca”, se encontraría con chilenos y chilenas sin la dulce timidez de antes, “parados en la hilacha”, gritando a voz en cuello, con los parlantes estereofónicos, generando un ruido y una presencia plena, y en esa multitud de voces nuevas, se perdería como una voz más, la del Poeta.
El Poeta ya no es el único “pequeño Dios”, cada chileno es un consumidor que ha conquistado su derecho a darse gustos, cada hijo de esta “revolución silenciosa” que tanto ha sorprendido a nuestros vecinos latinoamericanos, es un “pequeño dios”. Poco a poco pasamos del “pueblo consciente” (guiados por vanguardias políticas) al “monstruo” (la metáfora viene del Festival de Viña del Mar), el monstruo caprichoso y lábil que vota por Bachelet, después por Piñera, luego de nuevo por Bachelet y otra vez Piñera, y luego despierta indignado en octubre cuando las expectativas prometidas no se cumplen. Ya no es más el pueblo paciente, aguantador, ese que resistió estoicamente el horror del Transantiago y que uno comparaba con el pueblo argentino que hacía arder la ciudad si se subían las tarifas de la locomoción colectiva. ¡Era demasiada esa paciencia, estaba claro que la ira se guardó por demasiado tiempo! Este “monstruo” (de mil cabezas, muchas más que las que describió el urbanista Iván Poduje en su notable último libro), ese “misterioso pueblo” del que habla el joven filósofo Hugo Herrera, no sé si será “pueblo” ya u otra cosa, que todavía no logramos conceptualizar.
Ministro: les recomiendo a usted y a todos los ministros, parlamentarios y políticos (sobre todo a los de los nuevos partidos “boutiques” que han surgido en la izquierda y la derecha) pasearse por las playas del litoral central. Los sociólogos, antropólogos, debieran también hacerlo. Hace bien. Aterriza, permite percibir las nuevas pulsiones, los nuevos anhelos, permite ver las caras de los nuevos chilenos y chilenas. Un botón de muestra: Neruda, cuando caminó por estas playas, debe haber sido el más obeso de los caminantes. El pueblo chileno era delgado entonces. Hoy la obesidad campea. El verano, al mostrar pasearse los cuerpos por las playas, desnuda la “otra pandemia”, que pareciera haberse convertido en otro tema políticamente incorrecto. Eso, ministro, debiera preocuparle a usted y a los que piensan las políticas públicas. Todavía algunos hablan del “hambre” del pueblo, cuando el problema hoy no es masivamente el hambre (antes lo fue), sino la obesidad mórbida. La gente come con desesperación tal vez como reflejo inconsciente al hambre que pasaron las generaciones anteriores, y eso es entendible y legítimo. Comen como niños ansiosos. A los niños se les da mamadera con bebidas gaseosas y la papa frita es la nueva droga para calmar la ansiedad. Habría que hacer una radiografía o historia de los cuerpos: estos cuerpos obesos son el síntoma de la ansiedad, del estrés urbano, de la falta de contacto con la naturaleza, de la educación, de la pérdida de los saberes culinarios criollos (la comida chilena tradicional era sana y completa): los nuevos problemas de una sociedad que superó la línea de la pobreza pero que ahora enfrenta otras pobrezas: la pobreza cultural, la falta de capital cultural.
Fue Carla Cordua, filósofa chilena, quien me dijo hace unos meses, ante una pregunta mía sobre la pandemia: “No hablemos sobre lo que no conocemos bien todavía; hablemos de la obesidad de los chilenos, de eso sí sabemos”. Esa es la diferencia del político con el filósofo: el primero habla de lo que no sabe.
Ministro: la verdadera pandemia en Chile, la más grave no es el covid. Es la obesidad. Usted sabe que las proyecciones de esto pueden ser catastróficas. Se habla mucho de que hay que cuidarse del covid, lavarse las manos, guardar distanciamiento, para que no colapsen las urgencias. Con esta multitud de obesos de todas las edades, la salud pública en algún momento colapsará. Diabetes, enfermedades coronarias, cáncer, depresión: esta sí es una peste devastadora y nadie dice nada, o nada por lo menos convincente. Siempre llegamos tarde. El covid, que golpea fuertemente a las personas con obesidad, puede ser la oportunidad para encender las alarmas y hacer tomar conciencia de esta pandemia invisibilizada y que a la larga va a cobrar más víctimas del covid. “Tenéis un nuevo maestro, el cuerpo”, nos enseñó ese alemán hiperlúcido que fue Federico Nietzsche. Pensamos, sentimos, somos desde nuestro cuerpo. Si nuestro cuerpo es una monstruosidad, una deformidad y esa monstruosidad comienza a naturalizarse, ¿qué de bueno puede salir de ahí? Me acongoja ver a niños muy pequeños con cuerpos imposibles, corriendo o intentando correr por las playas con sus cuerpos divorciados de su conciencia, de su “yo”. ¡Tenemos que salvar a esos niños ahora! Ya no es la desnutrición el problema, sino la malnutrición. Los malos hábitos están sembrando silenciosamente la muerte en los barrios populares: mala alimentación, alto consumo de alcohol y drogas, un cóctel explosivo. Y el Estado tiene una tremenda responsabilidad, un desafío gigantesco para las próximas décadas, y los empresarios también. No puede ser que se siga lucrando con comida chatarra que sabemos está matando a una parte de la población, la más vulnerable. No basta con rotular las toneladas de papas fritas, galletas y bebidas, el nuevo “opio” y veneno del pueblo.
Qué paradoja: se habla mucho de los movimientos “veganos”, pero poco de lo que está de verdad comiendo la gente. Vamos a las playas de balnearios ABC1, y vemos abundante cuerpos espigados, escultóricos, incluso algunos de ellos anoréxicos. Vamos a las playas del “pueblo”, y ser delgado es casi una anomalía. De esa “desigualdad” no hablamos, esa es la desigualdad que viene, la nueva y más lacerante desigualdad: una base popular obesa, llena de enfermedades de base, consumidora de chatarra y una élite que va a los gimnasios, que hace yoga, y tiene por delante una mayor expectativa de vida. ¿Qué sacamos con proponernos metas ambiciosas de aporte como país a la mitigación del cambio climático, si los sujetos de ese cuidado del planeta, no parten por cuidarse a sí mismos? Siempre estamos imaginándonos grandes objetivos “macro”, pero descuidando lo más urgente, los problemas de base, nuestras profundas “enfermedades de base”.
¿Qué hace que una persona no se quiera, no cuide su propio cuerpo, sea capaz de evadir y mentirse a sí misma? ¿Qué enfermedad del alma profunda hay en el habitante chileno, que no solo ha olvidado sino que está maltratando, deformando su cuerpo? El pueblo chileno es bello: siempre me ha gustado su sonrisa fácil, su mirada chispeante, su “bella moreneidad” de la que habla el poeta mapuche Elicura Chihuailaf. Esa belleza está siendo devastada día a día. Este no es solo un problema de salud, es un problema cultural, político. Quizás este es un tema que una parte de nuestra élite de izquierda más ideologizada y añeja (sesentera, que no quiere se visibilice demasiado, porque contradice su relato de un pueblo hambreado). ¡Hasta comienza a generarse un mercado para los obesos: ropa talla especial, etcétera! Es un tema que, por otro lado, la élite económica autocomplaciente no sufre y que descuida, con su característica desconexión de la realidad popular.
¿Quién se hace cargo de este peso muerto, de esta enfermedad que matará a miles de chilenos en poco tiempo? El arte de la política consiste en adelantarse a los temas y así evitar que estos “estallen”, por tirarlos debajo de la alfombra. Eso ha pasado con la reforma al sistema de pensiones, salud, educación, etcétera.
Ministro: entiendo que usted está sobrepasado por la urgencia de una pandemia que no cede y que está en muchos frentes y créame que, al revés que los profesionales de la crítica, veo su dedicación genuina y seria para salir de este trance. Veo que usted no está en la farándula como la mayoría de nuestra clase política, usted conoce al revés y al derecho la salud pública, su historia, sus vacíos y fortalezas y ese es su verdadero norte, no una candidatura ni una agenda corta. En Chile se está haciendo lo posible para enfrentar un virus del que los mismos expertos dicen que sabemos todavía muy poco. Y las vacunas vienen en camino. Hay esperanzas después de esta larga y desgastadora travesía. Pero de la obesidad sí sabemos mucho, hay conocimiento científico disponible, hay certezas, hay herramientas, hay caminos viables para enfrentarla. Que la urgencia inmediata no esconda esa otra urgencia invisible. Dejemos de improvisar o llegar tarde a los problemas. Nuestra bomba de tiempo es la obesidad de la mayoría del pueblo chileno. No soy experto en salud pública, en Chile hay muy buenos profesionales en eso, pero: declaremos estado de catástrofe por la pandemia de la obesidad. Convirtamos esto en un tema de conversación nacional, como una tarea conjunta de Salud, Educación, etcétera. No bastan algunas “campañas” aisladas, ni medidas sin un relato ni un proyecto de largo plazo.
Vengo llegando de uno de mis largos y habituales paseos por la playa de este litoral central. Vengo con un sentimiento encontrado: alegre y vitalizado como siempre por la potencia y belleza de esta costa, de la naturaleza en todo su esplendor y biodiversidad, pero triste por ver a la orilla de estas olas que tanto amó y cantó Neruda, un pueblo esclavo de su propio cuerpo y sus malos hábitos, un pueblo condenado por el sedentarismo, la obesidad, la expresión de una nueva pobreza tanto o más lacerante que la que superamos en esos famosos y tan vilipendiados “30 años”. No sé si esta carta llegará a sus manos, tampoco sé si la leerá. Pero igual la escribo, como un mensaje que alguien envía adentro de un botella, al mar. Al mar de la sobreinformación en que navegamos y nos ahogamos, al bosque que no deja ver los árboles. Los cuerpos enfermos de Chile.
Desde mi jardín, cordialmente
Cristián Warnken