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De Catrillanca a Barra: la segunda muerte del Plan Araucanía

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De izquierda a derecha: Rodrigo Ubilla, Andrés Chadwick y Cristián Barra. Créditos: Agencia Uno
POR Eduardo Olivares |

“Una gran parte de la derecha cree que el Gobierno es pusilánime y no da atribuciones a las Fuerzas Armadas”, analiza John Müller: “Los militares en activo son los que mejor saben que esto no es así de simple”.

La violencia en la macrozona sur ya no es un problema para Cristián Barra. El delegado presidencial para la Araucanía presentó su renuncia tras acusar a las Fuerzas Armadas de entorpecer más que de favorecer la colaboración con Carabineros.

Sus apreciaciones fueron escandalosas: “[Los militares] siempre son reticentes. Me toca reunirme con ellos como jefes de la defensa en las distintas regiones y particularmente encuentro insólito que lleguen a las reuniones con abogados, para poder decir por qué no pueden hacer las cosas que uno quisiera”, declaró en El Mercurio este domingo.

¿Qué es lo que no le parecería insólito a Barra? ¿Que las Fuerzas Armadas actuaran ignorando la ley y ateniéndose solo a los deseos del delegado presidencial?

El ministro de Defensa, Baldo Prokurica, tuvo que salir a precisar que las Fuerzas Armadas tienen un papel definido por las leyes y que el orden público y la seguridad dependen de Carabineros y la policía civil.

Pocas veces un delegado presidencial se ha transformado con tan pocas palabras en parte del problema y no de la solución. Pero las aristas políticas que abrió no se zanjan con su marcha. La responsabilidad política es del Presidente de la República, Sebastián Piñera, que fue quien lo designó como su representante personal. Y hay cuestiones de gran alcance sobre la relación de la derecha y los militares como telón de fondo. Con ellas también tendrá que lidiar la nueva delegada, la abogada Loreto Silva, exministra de Obras Públicas en el primer gobierno de Piñera.

El asunto no es nada anecdótico. Atañe en forma directa a uno de los problemas más preocupantes de Chile: la pérdida de la autoridad y del crédito de las instituciones, y la creciente legitimación de la violencia entre la opinión pública. Son dos caras de un mismo fenómeno que socava las bases de la república.

Por un lado, una gran parte de la derecha cree que el Gobierno es pusilánime y no da atribuciones a las Fuerzas Armadas, “que resolverían el problema en cinco minutos”. Los militares en activo son los que mejor saben que esto no es así de simple.

Por otro, es verdad que en el Ejecutivo de Piñera se han contemplado las responsabilidades que pueden surgir de eventuales violaciones a los derechos humanos. Esa fue una preocupación central en la etapa de Gonzalo Blumel. Pero es mejor tener un gobierno con escrúpulos en este asunto que sin ellos.

Esto ha coincidido con una tendencia al populismo judicial que ha hecho que fiscales y jueces parezcan estar más interesados en perseguir a los representantes de la autoridad que a los eventuales delincuentes. El caso del atropellamiento de un militar en Curicó, aplastado contra un jeep militar es paradigmático: la fiscalía formalizó por igual a la autora del atropello y al conductor del jeep militar por estar “imprudentemente detenido”.

No es extraño, entonces, que el 70% de los encuestados por la UDD diga que jueces y fiscales no están haciendo bien su trabajo.

Los almirantes y generales en retiro también rechazaron las expresiones de Barra en una carta a El Mercurio firmada por el excomandante de la Armada Rodolfo Codina, que no llegó a publicarse.

Los altos oficiales aludían en su texto a la falta de claridad de las Reglas de Uso de la Fuerza (RUF). Esto es discutible porque los límites a la actuación de los militares ya están definidos en los códigos de justicia militar y en el marco legal del país. La mención a que estas reglas no respaldarían “decididamente su accionar” es un animal legendario que hunde sus raíces en la crisis que se abrió entre la derecha y los militares en el primer gobierno de Piñera con la aplicación de la Ley 20.405.

Esta norma, que creó el Instituto de Derechos Humanos, incluía una polémica disposición transitoria, la Nº 10, que obligó a Rodrigo Ubilla, subsecretario de Interior de Piñera, a cursar nuevas querellas por asesinatos políticos cometidos durante la dictadura militar. Se dio así la circunstancia de que el mismo hombre que había prometido en 2009 a los militares acelerar el cierre de las causas vio cómo su mandato se convertía en el periodo en que más se multiplicaron las querellas contra los militares. Si en los 13 años que van de 1997 a 2010 se habían iniciado causas por 1.333 víctimas, en los cuatro años entre 2010 y 2014 se iniciaron procedimientos por 954 víctimas.

La cuestión de las Reglas de Uso de la Fuerza circuló con fuerza en noviembre de 2018. El Gobierno impulsó entonces una legislación para la protección de infraestructura crítica, que asignaba nuevas tareas a los militares sin tener que recurrir a un estado de excepción, de la que no se volvió a saber.

Uno de los problemas del presidencialismo es la excesiva personalización de la política. A las políticas no se las evalúa técnicamente, sino que son “valientes” o “cobardes” según el talante del Presidente. La de Piñera en La Araucanía sería muy cobarde. El Presidente sería como un príncipe Hamlet que se sienta a los pies del monumento al general Baquedano a lamentarse por anticipado del juicio de la historia y de que el populismo quite estatuas.

Cristián Barra no solo formuló un reproche a las Fuerzas Armadas en su entrevista, sino que por pasiva también lo hizo con el hombre que lo designó. Ahora, La Araucanía ya no es su problema y no puede volver a interrumpirle sus vacaciones, pero el intento de resucitar el Plan Araucanía, que pereció por primera vez en 2018 con el asesinato de Camilo Catrillanca, ha vuelto a morir. La dimisión protege hasta cierto punto al Presidente. Pero, ¿quién protege a la Araucanía? Otra vez la política ha perdido por elegir mal.