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Carta a Maite Alberdi

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Maite Alberdi, director de "El Agente Topo".
POR Eduardo Olivares |

“No solo el Estado les ha fallado a los ancianos (eso ya lo sabíamos, eso se gritó con fuerza en octubre del 2019) ni el mercado (de él no podemos esperar nada), sino que es la comunidad la que les ha fallado”, dice Cristián Warnken.

Carta a Maite Alberdi

Estimada Maite Alberdi, directora de El agente topo:

Escribo esta carta mientras miro desde mi jardín a un grupo de niños arremolinados en la plaza vecina. Sus gritos parecen despertar cada cierto tiempo a un par de ancianos que descansan en unos bancos. Es fácil no verlos, desviar la mirada de su presencia que pareciera muchas veces asemejarse a una ausencia. Pero, en realidad, es nuestra mirada la que envejece, la que no se asombra ni presta atención a lo cercano, a lo habitual que es donde realmente ocurre lo milagroso, lo inesperado. Recuerdo un bello libro de mi amigo el filósofo catalán Josep María Esquirol El respeto o la mirada atenta. La mirara atenta se cultiva, lo normal es andar distraído por el mundo. En nuestra época tecnocientífica estamos requeridos por muchas fuentes de información todo el día, y nuestra fragmentación nos hace perdernos lo que cerca nuestro merece nuestra atención y respeto . ¿Quién responde la mirada del anciano que a veces nos busca con inocencia casi infantil? ¿Quién responde la pregunta “ingenua” del niño, donde muchas veces él se está jugando la vida? Esquirol cita a Goethe: “¿Qué es lo más laborioso? Lo que parece fácil: poder ver con los ojos lo que a la vista tienes”. El filósofo catalán va más lejos: “El movimiento de la atención no es solo para rescatar al otro o a lo otro, sino también a uno mismo”.

Usted nos ha rescatado al rescatar a esos “otros” de la otredad invisibilizada de la vejez. Eso es lo que sentí al ver su película El Agente Topo: el trabajo de una cineasta que no busca lucirse ni usar a sus personajes para desarrollar una tesis o realizar un experimento formal, sino que se esfuerza en ver de verdad lo que tiene ante sí, con una mirada atenta y un respeto que parecen hoy en retirada. Un respeto y una mirada atenta que parecen de otro mundo. No es fácil para un cineasta lograrlo: en un mundo saturado de imágenes, es casi imposible encontrar imágenes inocentes. “Habría que ir a la luna si es necesario para encontrar imágenes inocentes”, le dijo Werner Herzog a otro director alemán, Wim Wenders, en una conversación memorable. Usted no fue a la luna a buscar esas imágenes, sino que se internó en un asilo de ancianos y entró en él con el sigilo y respeto con que entramos en la habitación de un enfermo o moribundo.

La vejez –como la infancia– es un espacio sagrado y no puede entrar en él con bullicio, falta de tiempo y prisa. La vejez es tal vez el último lugar hoy en el mundo donde la vertiginosa velocidad que lleva al mundo en una especie de fuga hacia adelante encuentra una resistencia. La verdad es que somos todos prisioneros de lo que el ensayista Chul Han llamó “la sociedad del cansancio”: nos hemos convertido en los esclavos de nosotros mismos, de nuestra obsesión por el “rendimiento”. Los ancianos y los niños nos quitan tiempo; a los primeros los entregamos a lo asilos de ancianos, y a los segundos, a las pantallas. Tal vez solo sea en la conversación entre un niño y un anciano en que se salvará nuestro mundo loco, estresado, desmedido. “Niño, niño mío, nómbrame sin pestañear / en un segundo / las dinastías reinantes –siglos, siglos– / los monarcas desgajados. / Abuelo, abuelo, nómbrame siglos sin pestañear / en un instante / antes que el ruiseñor concluya la nota de su silbo”, dice el poeta Eduardo Anguita en “Venus en el pudridero“. El abuelo y el niño pueden finalmente acceder y ver el verdadero tiempo, el kayrós, tan olvidado y subsumido hoy en el devorador Cronos.

Su película, Maite, está filmada en el reino del kayrós y exige, de nosotros, telespectadores hiperquinéticos y adictos al zapping hacer un esfuerzo para recuperar ese “tiempo perdido”. Hemos perdido –entonces– muchas cosas: la mirada atenta, el respeto, el verdadero tiempo (kayrós). Esas tres pérdidas terribles que probablemente nos han enfermado como sociedad se recuperan en su película. Y sin discursos, sin tesis, sin sociología (que ha envenenado tanto cine y tanta literatura), sino que con una mirada que acaricia cada personaje con ternura, humor, y sin complacencia ni tampoco con victimización facilistas. Las verdaderas víctimas no son solo los ancianos –y lo vamos descubriendo de a poco en la película–, somos nosotros que hemos abandonado nuestra reserva de tiempo verdadero, de lentitud (los ancianos), para quedarnos en la sequedad de la desertificación interior.

El olvido más lacerante no es el de los ancianos con Alzhéimer o demencia, sino nuestro olvido de ellos, y ese olvido es el que queda temblando, interpelándonos cuando termina la película. Porque nos damos cuenta de que no solo el Estado les ha fallado a los ancianos (eso ya lo sabíamos, eso se gritó con fuerza en octubre del 2019) ni el mercado (de él no podemos esperar nada), sino que es la comunidad (la palabra olvidada) la que les ha fallado también a sus ancianos, los sabios de la tribu. Se habla de la “tercera edad”: palabra sacada de un tecnolecto, tan fea como “recursos humanos” y otras palabrejas que nombran sin afecto ni respeto lo que designan.

Mirar de verdad no es mostrar con el dedo, ni convertir lo que se mira en una cifra, sino correr el velo, y ver por primera vez. Su película logra ese milagro: correr el velo y recorrer todo el tiempo que sea necesario la vejez. Hace unos años fui a visitar a la gran poeta Cecilia Casanova a un asilo de ancianos. Había tenido el privilegio de participar en la edición de su poesía reunida. Llevaba el ejemplar recién salido de la imprenta y se lo entregué: ella cerró los ojos y se puso el libro en su mejilla y la acarició con él. Creo que nunca la olvidaré haciendo eso. Creo que todos los ancianos de Chile y todos nosotros hemos recibido su película como Cecilia Casanova recibió su libro: nos hacemos cariños, masajes al alma con ella, cerramos los ojos porque algo muy limpio, muy genuino, muy bello nos ha sido regalado. “Mi poesía / es sin efectos especiales / en blanco y negro / como una vieja película”, decía Cecilia Casanova en uno de los poemas de su libro. Lo mismo puede decirse de su película, Maite: no hay efectos especiales ni piruetas, sino poesía, la poesía abandonada en los asilos o en los Sename; la poesía profunda del Chile real que usted nos ha devuelto en esta película memorable. No hay que ir a la Luna, no hay que tener pretensiones, no hay que alejarse demasiado de lo propio para encontrar las imágenes inocentes que todo cineasta busca entre tanta basura, retórica u artificio (el artificio también puede ser basura).

Usted, una cineasta joven, nos ha dado una lección que va mucho más allá del cine y que tal vez nos puede ayudar a sanar como país, cuando nos atrevamos a mirar con atención, respeto, cariño y poesía lo que nos rodea, lo que somos, nuestras riquezas y nuestras carencias. No con grandes presupuestos, sin vanidad y mucho amor. Eso ha hecho usted, Maite, y desde que vi El Agente Topo cada vez que miro desde mi jardín la plaza vecina y observo unos viejos tomar el sol y alimentar unas palomas, mi mirada se detiene en ellos no como lo haría un voyerista ni un periodista, sino con tiempo. No se puede amar ni conocer si no se tiene tiempo. Gracias a usted, Maite Alberdi, me he dado cuenta de que aquí, frente a mí (no en Hollywood ni en Netflix), en estas esquinas me están esperando las más grandes películas. El agente topo es una de esas flores del consuelo de las que habla Rilke y que se “encuentran en los hollados jardines de nuestra pobreza”.

La saludo con admiración y agradecimiento desde el Jardín.

Cristián Warnken conduce Desde El Jardín, en Radio PAUTA, de lunes a viernes desde 20 a 20:30 horas. Sintonícelo en la 100.5 en Santiago, 99.1 en Antofagasta 99.1, 96.7 en Valparaíso/Viña del Mar, y 96.7 en Temuco. También puede verlo en directo vía streaming en PAUTA.cl.