Carta a un amigo que vive en Lisboa
Quiero “salirme de las pantallas, nunca más asistir a una reunión Zoom, nunca más ver películas en plataformas digitales vacías de gente. En Lisboa, todo eso es posible”, dice Cristián Warnken.
Carta a un amigo que vive en Lisboa
Querido amigo:
No sé por qué, pero no he dejado de pensar en ti y en Lisboa, donde vives desde hace tantos años. Nunca he ido a Lisboa y tal vez nunca iré. Hoy me parece más lejana que nunca. Tengo saudade de Lisboa, saudade de una ciudad que no conozco. ¿Por qué? ¿Y por qué ahora tan fuertemente? Tal vez estas cuarentenas extensas, estos encierros hacen que nuestro inconsciente se rebele y quiera viajar, nuestro inconsciente y nuestra alma nómade que no se resigna a quedarse en casa. ¿Pero cuál es de verdad nuestra casa? Anoche soñé con Lisboa. En realidad, andaba en unas calles que eran de Valparaíso, pero todos hablaban portugués. Y en un momento del sueño, entraba en un bar y ahí estaba Raúl Ruiz sentado a una mesa, hablando portugués con unos contertulios. Al despertar me tiré de cabeza a buscar música, libros, todo lo que hablara o cantara de Lisboa. Y aquí estoy escribiéndote esta carta, escuchando a una cantante de fados y hojeando la poesía de Pessoa: “Despertar de la ciudad de Lisboa, más tarde que otras / despertar del Rocío, a las puertas de cafés / despertar. Y, en medio de todo, la estación que nunca duerme, / cual corazón que tiene que latir a través de la vigilia y el sueño”.
Pocas veces una ciudad y un poeta se identifican tanto uno con la otra. Quizás solo Kavafis compite en eso con Pessoa. Pero yo no quiero ir a Alejandría, mi corazón ansía partir a Lisboa, pasar la cuarentena allá, no importa lo larga que sea. Dicen que Lisboa es la ciudad que tiene más librerías del mundo, ¿es verdad? Eso me lo contó una amiga. Y si no las tiene, ¿qué importa? En Lisboa no me encerraría a leer, sino a caminar por las ruas, tomar oporto, mirar desde lejos el mar y preguntarme con Pessoa: “Pero ¿soy yo el mismo que aquí viví? y que aquí volví / y que aquí volví a volver y volver / y que aquí de nuevo vuelvo a volver?”. A Lisboa se vuelve, se vuelve, se vuelve, no se deja de volver nunca, incluso si no has estado nunca ahí.
Las ciudades más reales son las que soñaste, adonde nunca fuiste, pero vuelves siempre en sueños. El Chico Molina aquí, en el Santiago aldeano de los 50, hablaba de París, como si hubiera pasado ahí su infancia y juventud, describía sus calles, contaba historias de ella, pero nunca había puesto allí sus pies. Y cuando, ya mayor, se fue a París, nadie lo creía. ¿Qué le pasará al Chico Molina cuando conozca el París real y descubra que no concuerda con el de sus sueños?
Lisboa se me ha convertido en esta larga pandemia, en mi refugio, mi puerto, mi esperanza. Lisboa me salva cuando la melancolía se apodera de mí, porque sé que la melancolía de Lisboa es un antídoto contra cualquier otro tipo de melancolía. He llegado a sentir la insensata convicción que Lisboa es inmune a esta peste que nos devasta, que un día voy a despertarme ahí, voy a comprar un diario y ver que en las noticias se habla de otras cosas, no de muertos, enfermos, vacunas, como si Lisboa estuviese en el pasado, o en el futuro, después de que todo esto ya fue superado y olvidado. Sé que las cuarentenas producen obsesiones, depresiones, ansiedad, que algunos sufren el síndrome de la cabaña, es decir, no pueden ya más salir a la calle; a mí me ha venido el síndrome de Lisboa.
Solo busco películas sobre Lisboa, música lisboeta. Ahora entiendo a Raúl Ruiz, que hubiera querido nacionalizarse portugués. ¿Tal vez encontró en ella la tristeza chilena antes de la modernización de Chile, el Chile perdido y austero, cuando los funcionarios públicos andaban con sombrero, el Chile de los decenios radicales?
Amigo mío: me veo caminando como un anónimo transeúnte por una Lisboa que invento, no buscando nada, solo perderme, vagar sin destino, ah, querida libertad perdida, meterme en callejones grises, contemplar por horas viejos escaparates y jugar a ser invisible, como lo hacía Rimbaud en París, saber que ningún policía me pedirá un permiso de salida, saber que no necesito usar mascarillas, ni lavarme las manos una y otra vez, respirar bocanadas de aire hasta embriagarme, entrar en un café (¿existen todavía el café Lisbon y el café A Brasileira?) en en otro, en otro más, hasta reventarme el hígado de café. Sí, sobre todo en el café A Brasileira, porque ahí el café no se toma con prisa y de pie, sino con calma, para contemplar el tranvía 28 pasar, y una muchacha pasar que tiene el mismo rostro de la cantante de fado que estoy escuchando ahora. Se llama Misia y saldré a la calle a invitarle un café, pero se habrá esfumado, porque todo se esfuma y es irreal en Lisboa y eso me gusta, parece una ciudad habitada por fantasmas, y yo soy también un fantasma que camina por las calles de la memoria y el sueño, tal vez porque ya no hay realidad.
La realidad fue desalojada por la peste. Ese terror me invade a veces: salir a la calle y que ya no estén los cafés de mi barrio, y haya cerrado la última librería y el último cine, y en las calles solo circulen motonetas haciendo delivery, y ya nadie camine, y ya no haya ciudad ni niños en las plazas ni en los colegios. La peste y las pantallas se devoraron todo. Pero hay que huir.
Yo ya elegí mi destino: Lisboa. Así que prepárame una cama en tu pequeño departamento, en cualquier momento te toco la puerta y lo primero que quiero hacer es asomarme a tu pequeño balcón y recordar otra vez a Pessoa: “Pero hasta desde un cuarto piso abierto a la ciudad podemos pensar en el infinito. Un infinito con tiendas abajo, ciertamente, pero con estrellas al fin”. Quiero pensar en el infinito desde ese balcón. Pensar en lo abierto, en lo no clausurado. Y qué mejor para eso que una ciudad alegre y triste a la vez como Lisboa, una ciudad sin guardias sanitarios, sin informes ministeriales, sin curvas epidemiológicas, una ciudad fuera del tiempo y de la historia, una ciudad libre para flanear, extraviarse, llorar, gritar, salir a la calle a asustar a “notarios con un lirio cortado”, una ciudad cuyo mapa estoy empezando a conocer de memoria porque lo veo todos los días: Campos das cebolas, Cais da Santos, Rua da bela vista a Lapa, Rua do Ouro. ¡Ah, Lisboa, ciudad que no conozco, pero que añoro anticipadamente, como si el tiempo se hubiera dado vueltas! Entrar un día en un restaurante, fuera del espacio y el tiempo y pedir callos a la manera de Oporto. Y sentirse triste y solo, pero vivo, no como ahora estamos, suspendidos en un presente muerto, en una ciudad vacía, sin cafés ni librerías ni cines ni avenidas. ¡Quiero irme a Lisboa! No me quiten ese sueño.
Antes que termine el otoño, quiero estar allí y tal vez pasar mis últimos días ahí, enfermarme de gripe pero no morirme de gripe, no tener pavor de morirme de gripe. Y salirme de las pantallas, nunca más asistir a una reunión Zoom, nunca más ver películas en plataformas digitales vacías de gente. En Lisboa, todo eso es posible. Dime que es así, querido amigo. Disculpa si te abrumo con estas que pueden parecer “locuras”. No son locuras, amigo, son el grito profundo de un hombre que ya no soporta el encierro, que se inventa una ciudad para fugarse de este guion en que se siente atrapado, un guion escrito por otros, de una historia de ciencia ficción que empezó en una ciudad de China y bajó por Italia y que ahora es una película apocalíptica que todos estamos viviendo. Es el derecho sagrado del ser humano de fugarse del guion con su imaginación y sus sueños. ¿Quién sabe si Ítaca no existió y no la inventó Ulises? ¿Quién sabe cuál es la ciudad irreal, y cuál la real? “Ciudad Irreal / bajo la parda niebla de un amanecer de invierno / tal multitud fluía por el puente de Londres / qué no creí ser tantos los que la muerte arrebatara”. Ese no es Pessoa, es T.S. Eliot. Nos estamos muriendo, nos estamos muriendo no solo en los hospitales, también adentro de nuestras casas. ¿Quién cuenta esa muerte, quién la toma en cuenta? Por eso, mañana me voy a Lisboa. En realidad, ya me fui a Lisboa, y estoy aquí soñando, divagando y diciendo, sentado en un café: “Otra vez vuelvo a verte / ciudad de mi infancia pavorosamente perdida / Ciudad triste y alegre, otra vez sueño aquí”. Tal vez Lisboa ya no existe (todo es posible ahora), pero quiero ser el último en enterarme. No quiero recibir más malas noticias. De calles que mueren, bares que cierran, ciudades que desaparecen. Sin la ilusión de Lisboa ante mis ojos, este otoño se me hace interminable. Y esta pandemia, insoportable.
Adeus, amigo mío. Se dice que la palabra “adeus” se usa en portugués cuando nos preparamos para una despedida mucho más larga, si pensamos que no nos vamos a ver nunca.
Adeus, amigo, nos vemos en Lisboa.
Cristián
Cristián Warnken es el anfitrión de Desde El Jardín, de Radio PAUTA, de lunes a viernes a partir de las 20:00 horas. Escúchelo por la 100.5 en Santiago, 99.1 en Antofagasta, y por la 96.7 en Valparaíso, Viña del Mar y Temuco, y véalo por el streaming en www.PAUTA.cl.