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Carta a un viejo amigo y profesor

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POR Eduardo Olivares |

“Me acordé mucho de usted y de Voltaire cuando vi caer la ciudad de Kabul”, dice Cristián Warnken: “Qué paradoja: talibanes chilenos celebrando la recuperación de los talibanes afganos del poder en Kabul”.

Querido profesor:

Escribo esta carta con la ilusión que alguien se la lea en voz alta, y pueda escuchar sus sonidos, aunque no logre entender su contenido. Usted nos enseñó hace muchos años a leer a los clásicos del pensamiento en voz alta: con usted aprendimos muchas cosas, pero sobre todo lo que es el valor inalienable de la tolerancia. Nos hizo leer –allá, por los años 80– el famoso Tratado de la tolerancia, de Voltaire, publicado en 1793; ese famoso “panfleto” en el que su autor invita a la tolerancia entre las religiones, ataca con fuerza el fanatismo religioso, defiende la libertad de cultos, critica las guerras religiosas (“caldos de cabezas contra caldos de cabezas”, dijo de ellas Nicanor Parra) y sostiene que nadie debe morir por sus ideas. Para él el fanatismo es una enfermedad de la que las comunidades, países y sistemas políticos deben sanarse.

Usted, profesor, nos citaba con fervor frases del filósofo del Siglo de las Luces como esta: “La tolerancia no ha provocado nunca ninguna guerra; la intolerancia ha cubierto la tierra de matanza”. Y esta otra que le fue atribuida, aunque usted mismo nos advirtió que no la había escrito Voltaire sino que transmite –como ninguna otra– la esencia de su pensamiento: “Estoy en completo desacuerdo con tus ideas, pero daría mi vida para que tuvieras el derecho a defenderlas”. Una frase así yo colocaría en el frontis del Parlamento, la Convención, los medios de comunicación y, para qué decir, en las cloacas de las redes sociales.

Cuando nos hablaba, profesor, con tanto fervor de la tolerancia lo mirábamos entonces con incredulidad: éramos jóvenes, idealistas, y creíamos que el mundo se dividía entre “buenos” y “malos”. Por supuesto, los buenos éramos nosotros. La tolerancia nos parecía una virtud apolillada, una viejecita encantadora pero inútil,  como la “prudencia” aristotélica y otras que usted nos transmitió con mucha paciencia. ¡Qué paciencia tuvo usted con nosotros! Para nosotros, ser tolerante era abdicar de las grandes utopías, y la democracia no estaba entre esas utopías. Pero, quisiéramoslo o no, sus frases lanzadas al aire, con entusiasmo e inteligencia, se nos clavaron igual en el alma. Nunca olvidamos a Voltaire y ahora lo recordamos con nostalgia y sus libros nos parecen más actuales que muchos de los manuales de ortodoxia revolucionaria que envenenaron nuestro joven espíritu con ideas viejas, trasnochadas, agotadas, y algunas definitivamente muertas.

Me acordé mucho de usted y de Voltaire cuando vi caer la ciudad de Kabul en manos de los talibanes. Y me acordé más de usted, profesor, cuando leí un tuit de un destacado intelectual de nuestro Partido Comunista local, celebrando la llegada de los talibanes como una derrota del “imperialismo” capitalista occidental. Lo imaginé comentando ese desatinado mensaje, con calma, sin enojarse, deteniéndose en cada frase, desmontando sus falacias como un cirujano de las ideas: así lo hacía con nuestras propias y altisonantes falacias. Sí, los talibanes llegaron a Kabul: los fanáticos siguen conquistando almas jóvenes y “bellas” en pleno siglo XXI en todas partes del mundo.

Pero aquí también están desembarcando, de manera más sutil pero no menos eficaz: sí, profesor, en Chile tenemos nuestros propios talibanes, intentando imponernos sus burkas, sus certezas sin espacio para la duda y sus convicciones que, más que políticas, parecen, a veces, religiosas. Un constituyente miembro del mismo partido (PC) del autor del tuit, fue el que propuso y logró aprobar hace unos días la sanción del así llamado “negacionismo”, en la Convención Constitucional. Qué paradoja: el miembro del partido más negacionista de todos –en materia de Derechos Humanos– logró imponer sanciones a sus “pares” que nieguen violaciones a los derechos humanos en nuestro país ¡Los negacionistas censurando el negacionismo! ¿O no es negacionismo negar las violaciones de los derechos humanos en Cuba y Venezuela y en otras latitudes donde todavía flamea la bandera de una ideología totalitaria? ¿O acaso solo hay “negacionismo” para un lado y no para el otro? ¿No es la Declaración de los Derechos Humanos “universal”? ¿O también algún día reescribirán esa declaración “a su pinta”? No me extrañaría que algún convencional en alguna reunión sobre reglamento lo propusiera. ¡Es muy complicado para un “talibán” de alma que la Declaración de los Derechos Humanos sean universales! Qué paradoja: talibanes chilenos celebrando la recuperación de los talibanes afganos del poder en Kabul, cuyas víctimas principales son mujeres; mientras ellos mismos están preocupados aquí de imponer “les niñes” y enarbolar un feminismo a veces, hay que decirlo, un tanto radicalizado. Pero perdonémosles esa esquizofrenia, hagamos vista gorda a ese escandaloso doble estándar moral y aceptemos que este combate al negacionismo no está viciado en su origen.

De todas maneras, ¿no sigue siendo igualmente peligroso que el llamado castigo por “negacionismo” pueda transformarse –si prospera en otras instancias– en una velada censura a la libertad de expresión y termine instalando de facto la así llamada “cultura de la cancelación”? ¿Qué hay detrás de esta iniciativa: un genuino interés por los  derechos humanos o una pulsión totalitaria? No faltarán los que se sobregiren con el concepto de “negacionismo” y lo apliquen no solo a las condenables y siniestras violencias a los derechos humanos durante la dictadura militar sino a otras supuestas violaciones ocurridas en otros momentos de nuestra historia, incluso la más reciente; entusiastas, fanáticos e ignorantes no faltan. Bien sabemos que existen hoy –en muchas partes del mundo– colectivos de “minorías” e identidades varias que se han dedicado a administrar el discurso de la victimización, que les ha dado buenos réditos. No solo morales, sino también económicos y políticos. Un discurso que podría llevarnos a todos a convertirnos en “víctimas de algo” y hacer de nuestras sociedades, a la larga, sociedades victimizadas. El filósofo alemán Peter Sloterdijk estudió este fenómeno –con la ironía que lo caracteriza– en su libro Ira y tiempo, donde afirma, refiriéndose a esta nueva “victimología” de moda hoy en el mundo:

“A las víctimas de las injusticias y las derrotas no pocas veces les parece inalcanzable el consuelo en el olvido; y por el hecho de ser inalcanzable, también indeseable y, por tanto, inaceptable. De ahí resulta que el furor del resentimiento se agite a partir del instante que el humillado decide dejarse caer en la humillación como si estuviera predestinado a ella. Exagerar el dolor para hacerlo más soportable; levantarse de la depresión del sufrimiento al orgullo de la miseria, acumular, hasta convertirlo en una montaña, el sentimiento de las injusticias padecidas para colocarse sobre su cumbre con gesto de triunfo amargo”.

Sí, de eso se trata –y creo, conociéndolo, profesor– que usted estaría de acuerdo en afirmar que aquí no estamos ante un genuino intento de ayudar a los que de verdad padecieron en dictadura indecibles sufrimientos: la mayoría de ellos han sido estoicos y no han administrado ese sufrimiento para sacar ventajas personales o conseguir cuotas de poder. Pareciera que aquí, más que “reparar” abusos –que por supuesto el Estado debe reparar–, hay más bien una intención de acallar toda disidencia o matiz a los discursos de la “victimología” desde una superioridad moral e imponer a la larga una peligrosidad “unanimidad”. Usted siempre nos dijo: “Nada más peligroso y asfixiante que la unanimidad”. Son tiempos para que los espíritus volterianos como usted y como Fernando Savater (autor de esa hermosa novela sobre Voltaire El jardín de las dudas) alcen la voz y no se dejen silenciar por estas mareas “talibanas”, unas en versión más “hard” (como en Afganistán), otras más “soft” (como acá). Savater tuvo el coraje de enfrentar en España a sus talibanes locales. Ese es el modelo a seguir. No podemos permitir que nadie nos imponga ningún tipo de “velos” para mirar la realidad, como sus visiones maniqueas quieren: ni velos, ni funas, ni cancelaciones del debate, ni censuras ni sanciones, por muy “nobles” y “buenas” que aparezcan. Muchas veces detrás del “buenismo” se esconde una pulsión totalitaria. Y aquí recuerdo ese fulgurante fragmento de Así habló Zaratustra, de Federico Nietzsche, que usted nos hizo leer en profundidad, sin que nos diéramos cuenta de que esos “buenos” a los que se refiere el filósofo alemán éramos nosotros, sus alumnos presuntuosos que se creían dueños de la verdad, una Verdad con “v” mayúscula que el pensador alemán había sepultado hace tiempo:

“¡Oh, hermanos míos! ¿En quién reside el mayor peligro para todo el futuro de los hombres? ¿No es en los buenos y justos?, que dicen y sienten en su corazón: ‘Nosotros sabemos ya lo que es bueno y justo, y ¡hasta lo tenemos!‘. (…) Y sea cual fuera el daño que los malvados ocasionen, ¡el daño de los buenos es el daño más dañino de todos! (…) Pero esta es la verdad: los buenos tienen que ser fariseos: ¡No tienen opción! (…) Los buenos han sido siempre el comienzo del final”.

Al ver la caída estrepitosa de Kabul en manos de los talibanes, ¡cómo resuenan esas palabras!: “Los buenos han sido siempre el comienzo del final”. ¿No quieren imponer a la fuerza a su pueblo el “bien” y la “verdad” que ellos dicen poseer? ¿No son los moralistas más extremos, los fanáticos de una verdad impoluta y perfecta, tan perfecta que solo puede destruir la vida? “Lo perfecto es enemigo de lo bueno”, reza el dicho popular ¿Y nuestros “buenistas” locales no se sienten también poseedores de un saber sobre lo bueno y lo justo y no están intentando apoderarse del lenguaje, la verdad, la Constitución y, finalmente, si es que la sensatez de la mayoría no les pone límite, ¿de la Bastilla y el Capitolio? No lo dicen expresamente, ¡pero lo desean profundamente! Qué falta nos hacen profesores e intelectuales como usted, enamorados de la duda y la tolerancia. ¿Pero podría alguien tan libre como usted tener una cátedra en nuestras actuales “universidades canceladas” o , al menos, aterrorizadas? Sé que no podrá contestarme esta carta, porque está aquí en este mundo y a la vez no está. Usted tal vez nos ha olvidado (por esa enfermedad maldita que se apoderó de usted por sorpresa); pero debe saber que nosotros, sus alumnos, “almas bellas” y fanáticas de entonces, le recordamos siempre, y que gracias a sus maravillosas lecciones de tolerancia y espíritu crítico nos hemos convertido en jardineros del “jardín de las dudas”, donde usted cultivó las mejores flores. Es el jardín que los talibanes de cualquier signo están empeñados en arrasar.

Un abrazo fraterno, Cristián Warnken

Cristián Warnken es el anfitrión de Desde El Jardín, de Radio PAUTA, de lunes a viernes a partir de las 20:00 horas. Escúchelo por la 100.5 en Santiago, 99.1 en Antofagasta, y por la 96.7 en Valparaíso, Viña del Mar y Temuco, y véalo por el streaming en www.PAUTA.cl