Actualidad

Carta abierta a Christopher Nolan

Imagen principal
PAUTA
POR Francisco Gomez |

“Sin límites, el hombre no sólo puede destruir el mundo, sino también a sí mismo, y es eso lo que le sucede a Oppenheimer”, dice Cristián Warnken.

Acabo de salir de la sala de cine donde se proyectaba su última película, “Oppenheimer”. Suelo ir poco en el último tiempo a esas multisalas donde se proyectan las grandes producciones de la gran industria del cine. La sensación al terminar de ver esas películas es en general de vacío: el entretenimiento puede anestesiarnos un poco, calmar el hastío y la angustia y la ansiedad que nos persiguen durante el día, y de los que huimos por todos los medios. Sólo un poco y por un rato.

Hoy contamos con todos los medios para huir de nosotros mismos y el cine se ha convertido en un subproducto más de los anestésicos existenciales que nos ahorran, hacernos las grandes y difíciles preguntas que queman al ser humano desde que le fue dada la conciencia, ese “regalo envenenado”. Envenenado, porque, como dijera el maestro Quoelet en el Eclesiastés, “el mucho saber da dolor“.  

Oppenheimer es un genio de la física, al que le es dado un saber prodigioso, un saber científico; pero todavía no ha conocido ese otro saber “que da dolor”, que irrumpirá como un tormento desde dentro de sí mismo. Eso es lo que he sentido al terminar de ver “Oppenheimer”, un dolor agudo, en el pecho y en la conciencia. La mirada de Cillian Murphy, que interpreta (yo diría más bien que vive) al físico creador de la bomba atómica, es una mirada que no deja indiferente a nadie, una mirada que resume no sólo las contradicciones lacerantes de un genio de la ciencia sino la de nosotros mismos, seres humanos de este siglo XXI.

Pocas veces un rostro mostrado en primer plano por el cine puede estremecernos tanto. La película comienza con una referencia al mito de Prometeo, con la que se nos da una pista a los espectadores de lo que está en juego en la historia de Oppenheimer. Apolodoro, el gran mitógrafo griego, decía: “Prometeo robó el fuego y se lo entregó a los hombres. Pero cuando Zeus se enteró, ordenó a Hefesto que clavara el cuerpo de Prometeo al monte Cáucaso. Allí pasó muchos años encadenado. Todos los días caía un águila sobre él y le devoraba los lóbulos del hígado, que volvían a crecerle durante la noche”.

La creación de la bomba atómica -en la que participaron activamente los mejores científicos de Estados Unidos- es tal vez el acto prometeico más colosal de nuestra civilización fáustica. El hombre logró entrar en la intimidad del átomo, una de las partículas elementares de la materia, y extraer de ese acto un poder destructivo de alcances insospechados. Por algo Heráclito el oscuro, pensador del alba del pensamiento griego, decía: “la naturaleza ama ocultarse”.

Oppenheimer y el grupo de físicos que lo acompañaron en la búsqueda de este vellocino de oro de alto poder destructivo, violaron la intimidad y el secreto de esa materia y con ello se sintieron dioses. La sensación de poder, la euforia por esa conquista, viene rápidamente acompañada -en su película- por el ataque de las águilas sobre Prometeo (el físico Oppenheimer): visiones apocalípticas, fogonazos que su mismo inconsciente le envía para arruinar la celebración, e inocular en su conciencia el tormento, el castigo que lo perseguirá hasta el fin de sus días. Esas imágenes interiores son las que distinguen su película de las películas de entretenimiento, son las que le dan la categoría de cine, de arte, a lo que usted hace.

Hay dos miradas que hay que colocar frente a frente en este film: la de Oppenheimer y la de Einstein. La dulzura del científico que no ha vendido su alma al diablo del que sí lo hizo. La conversación entre los dos físicos en un jardín es un momento axial de la película. No basta la inteligencia pura, el desarrollo técnico sin límites. Sin límites, el hombre no sólo puede destruir el mundo, sino también a sí mismo, y es eso lo que le sucede a Oppenheimer. Su película aborda la destrucción exterior sin efectismos, casi sin imágenes: otro director se habría engolosinado con mostrar las aterradoras imágenes de Hiroshima y Nagasaki después del estallido de la bomba: usted no lo hace, es ahí justamente donde se necesita pudor ante el dolor inconmensurable.

En la indagación de la interioridad de Oppenheimer, en cambio, sí que tendremos un caudal de imágenes poderosas e inquietantes, como si usted acogiera el llamado que todas las sabidurías a través del tiempo le han hecho al hombre de volverse hacia adentro a buscar las respuestas, hacer ahí los necesarios descensos. Pero hoy estamos completamente volcados hacia afuera, nuestro mundo técnico es pura exterioridad, fría exterioridad digital. Recuperar la interioridad del alma de un físico que en algún momento se creyó dios es uno de los aciertos de este film y lo es más en estos momentos en que queremos entregarle todo el poder a una inteligencia artificial, que no tiene conciencia ni alma.

Usted mismo ha hecho declaraciones en estos días, comparando el momento de la creación de la bomba atómica con este momento de creación de la Inteligencia Artificial. Inteligencia Artificial que se está usando en Hollywood para reemplazar a guionistas, creadores, técnicos para producir un cine aún más artificial que el que ya se está haciendo. Por eso su película es un oasis en medio de la desertificación del cine reducido a mero entrenamiento facilista. Pero también un grito, como el grito de la famosa pintura de Edvard Munch, el grito que Oppenheimer no puede expresar, atrapado en sus tormentos y contradicciones interiores, pero que quienes vimos la película sí escuchamos en su mirada. Una mirada que quiere ser grito, una mirada que debe convertirse en grito si no queremos ver nuestro planeta y a nosotros mismos convertidos en cenizas, en tierra baldía. Una de las citas de su película es justamente el poema De T. S. Eliot “La Tierra Baldía”, un libro que leyó alguna vez Oppenheimer y que es mostrado al pasar, en este film.

No es inocente esa cita:

¿Cuáles son las raíces que se aferran?

¿Qué ramas crecen de esta pétrea basura?

Hijo de hombre. No lo puedes decir, ni adivinar,

pues conoces sólo un montón de imágenes rotas, en que da el sol.

Y el árbol muerto no da cobijo, ni el grillo alivio.

Ni la piedra seca da ruido de agua.

Lo saluda, un espectador agradecido, Cristián Warnken.