Columna de Gonzalo Cordero: “La hora de la resaca”
“La pregunta que el Gobierno debiera hacerse es si las últimas semanas contribuyeron a generar las condiciones para que se pueda alcanzar los mínimos comunes necesarios para que la gestión política del país y no se estanque en un tráfago de críticas y desencuentros”, dice Gonzalo Cordero.
Una de las mejores canciones de Joan Manuel Serrat es esa que describe el ambiente de una fiesta, donde por un momento los asistentes se olvidan “que cada uno es cada cual”, hasta que el sol les anuncia “que llegó el final” y todos tienen que retornar a lo que son, a eso que por un rato pretendieron ignorar.
La metáfora de la canción es profunda, porque al despuntar el alba los participantes descienden desde la colina hacia la realidad, que está siempre a suelo raso, pedestre, concreta.
Algo así le va a suceder al Gobierno después de sus actividades de los 50 años. Terminadas ceremonias, romerías, discursos con sus reafirmaciones tribales y atávicas, los invitados regresan a sus países, se desarman los escenarios, las sillas y los micrófonos vuelven a las bodegas de donde salieron y la realidad se instala con la simpleza de su desnudez.
La pregunta que el Gobierno debiera hacerse es si las últimas semanas contribuyeron a generar las condiciones para que se pueda alcanzar, en distintos ámbitos y con distintos interlocutores, los mínimos comunes necesarios para que la gestión política del país, responsabilidad esencial del Ejecutivo, no se estanque en un tráfago de críticas y desencuentros.
La respuesta es obvia, en las últimas semanas retrocedimos en todos los parámetros que hacen posible el diálogo democrático constructivo. El Gobierno se llenó de símbolos, reivindicaciones nostálgicas, intentos de consolidar una visión del pasado y asentar una pretensión de superioridad moral.
Pero al alba del día 12 el sol nos dijo que llegó el final, se acabaron los 50 años, cada ministro tiene que volver a su gabinete, los parlamentarios irán a sus distritos, las celebraciones del 18 nos convocarán a todos y la vida continúa.
Tal vez, esa falta de sentido de las proporciones entre lo simbólico y lo concreto, los momentos de éxtasis y la rutina de lo cotidiano, sea una de las mayores expresiones de la inmadurez que afecta a este Gobierno y no se trata de apelar a una madurez cronológica, para ser maduro no basta ser viejo, así como tampoco la juventud condena a la inmadurez.
El problema, al parecer, es la falta de experiencia vital asociada a la pretensión de que todo se puede cambiar, de que con ellos se puede producir un quiebre, un antes y un después.
La vida está hecha, cuando mucho, de cambios discretos. Las ceremonias, los discursos, los entusiasmos al calor de la emoción, duran apenas unos instantes y después, inevitablemente, hay que bajar la cuesta y la realidad se encarga de recordarnos que cada uno es lo que es.