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Carta de Cristián Warnken: a Arthur Rimbaud

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POR Francisco Gomez |

“¡Gracias por enseñarnos que no hay que cambiar el mundo, sino cambiar de mundo!”, nos dice Cristián Warnken.

Carta a Arthur Rimbaud:

Joven poeta cuya mirada, entre angélica y rebelde a la vez, asustó a sus profesores, adolescente impetuoso de provincia que de un plumazo (con tu pluma y tu sangre y tu tinta) cambiaste la poesía de tu tiempo y la de todos tus tiempos, en un hoy día como hoy, 20 de octubre, pero de 1854, nacías en un pueblo de Las Ardenas, en Francia: Charleville.

Todo quien ha leído tu poesía se ha quemado con fuego, porque -como decía un amigo poeta-“eres un fuego que quema”. Ahí está Henry Miller, en la república independiente de Brooklyn, diciendo que así como tú habías abandonado la literatura por la vida (al hacerte traficante de armas en África), él-al leer tus poemas por primera vez-decidió abandonar la vida para dedicarse a la literatura.

Paul Claudel, un joven estudiante de medicina, racionalista hasta la médula, al encontrar una de las “iluminaciones” por ti escritas en la revista Vogue de la época, cuenta que sintió que se le descorría un velo, y descubrió que había una dimensión espiritual escondida detrás o dentro de la dimensión material.

Ese fue el primer paso para que el agnóstico se convirtiera poco después al catolicismo. ¿Te habrías imaginado tú, joven hereje que escribió debajo de su pupitre en la escuela “me c… en Dios”, que su poesía iba a convertir a un no-creyente en católico fervoroso? Ahí está el músico Jim Morrisson hablándote directamente a ti, en su canción Wild Child.

Ahí está el pintor Joan Miró, que decía que él tenía unos volúmenes de tu poesía en su taller, porque ahí aprendía inocencia, fundamental para crear. ¿Ángel, demonio, inocente, culpable, poeta, traficante, quién fuiste Arthur Rimbaud? A nadie le importa hoy la poesía, pero siguen habiendo muchos jóvenes que encuentran en tus versos una invitación a partir, como barcos ebrios (como en tu poema “El Barco Ebrio”) hacia mares desconocidos, por qué como se preguntaría el poeta René Char, más tarde que tú “¿cómo vivir sin lo desconocido delante nuestro?”

Algo pasa con tus versos, que sentimos el aire de la pureza, atravesarnos los pulmones, el cielo abierto, el alba y sus pájaros en desbandada. Y también el Infierno porque confesaste que habías caído en él y que por eso renunciabas para siempre a la poesía. Dijiste: “he tendido cuerdas de campanario a campanario, guirnalda de ventana a ventana, cadenas de oro de estrella de oro y ahora bailo”. Nos invitas a saltar a la otra orilla, a cruzar por el aire, a tender puentes entre este mundo y el otro, porque tú lo afirmaste-con esa contundencia que te caracterizaba-: “la verdadera vida está en otra parte”.

¿Pero dónde está la verdadera vida, joven de las suelas de viento (así te llamó Verlaine), que hacer para salir de la prisión de nuestra soledad y comunicarnos-como tú planteaste- “de alma a alma”? Tú me enseñaste que la poesía para entenderla no hay que entenderla, que sólo hay que cerrar los ojos y escuchar tus versos y dejarse caer como en los rápidos, con vértigo y placer.

Hoy día naciste. Y sigues siendo el mismo joven que caminaba junto a los rieles del tren, despreocupado de todo, con los bolsillos llenos de rimas, recibiendo en las sienes el fresco de la tarde y la caricia de las estrellas: “En las tardes azules de verano/iré por los senderos/picoteado por el trigo/a pisar la hierba menuda/ soñador, sentiré la frescura en mis pies/y bañaré en el viento mi cabeza desnuda/ No diré nada ni pensaré nada, pero el inmenso amor subirá por mi alma/e iré lejos, muy lejos/lo mismo que un bohemio/feliz, como junto a una amada”.

¡Qué lejos fuiste, cuántos horizontes del alma humana abriste, expedicionario de ese camino interior que no tiene límites! Lo había dicho Heráclito, en el alba del pensamiento griego, en el comienzo: “ni aun recorriendo todo el camino llegarás a encontrar los límites del alma: tan profundos “logos” tiene”. Joven muchacho soberbio y angelical: sigo aprendiendo de ti, como de todos los grandes poetas, todos los días.

Por eso te escribo esta carta en el día de tu nacimiento y no se la escribo a un político hoy, como lo hago habitualmente. La mayoría de los políticos no escuchan, los poetas sí escuchan al mundo y escuchan al ser humano en su dolor y su alegría. El mundo está ardiendo por todos lados, las guerras no han terminado (tú viviste una que llegó a la puerta de tu casa), no hemos aprendido todavía a conversar “de alma a alma”.

Tal vez haya que esperar que llegue un mundo gobernado algún día por los poetas y los sabios. Char decía que el desarraigo del mundo que estamos viviendo (con la destrucción de la tierra, de lo natal, de lo humano) es el final, a menos que alguna vez el pensar y el poetizar logren alcanzar el poder sin violencia. Mientras tanto, tal vez solo queda esperar.

Tú dijiste en tu poema de despedida: “sólo con ardiente paciencia entraremos en las espléndidas ciudades”. ¡Lo dijiste tú, el más impaciente de todos, el Ícaro que se quemó en el vuelo! Hay que seguir leyéndote, hay que seguir quemándose con tu fuego, hay que hundirse en el mar, hay que buscar más abajo y más arriba, ¡no hay que dejar de buscar!

¡Gracias, joven ardenés de la mirada medio loca y las uñas sucias, provinciano, con la fuerza que tienen los jóvenes de provincia (frente a los engreídos de la capital)! ¡Gracias por enseñarnos que no hay que cambiar el mundo, sino cambiar de mundo! Tú naciste hoy día, un 20 de octubre, pero de 1854, nosotros todavía no hemos nacido y como dijo Neruda-otro fervoroso lector tuyo-“para nacer hemos nacido”.

Un abrazo de un lector agradecido, desde la provincia al sur del mundo.