Columna de John Müller: “Hermosilla y la decadencia de una élite”
Su historia no sólo es una muestra del declive de los grupos que rigen en Chile, sino una forma de autodefensa.
En Goodfellas, la película de Scorsese sobre la mafia, el protagonista, Henry Hill (Ray Liotta), dice en un momento: “Si formas parte de un grupo, nadie te dice que van a matarte. No hay ni peleas, ni insultos como en las películas. Los asesinos llegan con una sonrisa.” Esta frase vale para entender por qué los casos ‘audios’ y Factop son un trasunto de la decadencia irremediable de la élite chilena, si atendemos a la definición de élite como “minoría selecta y rectora”. Pero también es un ejemplo de la forma en que ésta se defiende: dejando caer de vez en cuando a uno de los suyos, para que la opinión pública tenga algo que masticar.
De hecho, todos los que hablamos sobre el asunto en los medios de comunicación, especialmente los que intentan proyectar lecciones hacia la ciudadanía como ha hecho el presidente de República, formamos, de una u otra forma, parte de ese mismo subconjunto de chilenos.
“¿Como un vendehúmo llega tan alto?”, preguntaba un compañero de enseñanza media en nuestro grupo de WhatsApp en relación con Luis Hermosilla. Bueno, porque no siempre fue un vendehúmos. Hubo una época en que fue un perspicaz abogado que servía en la Vicaría de la Solidaridad (1980-86), una extraordinaria escuela de rigor jurídico e investigativo, que no permitía frivolidad alguna a sus colaboradores. Cualquier comparación entre el trabajo de esa vicaría y lo que hoy hacen los institutos de derechos humanos o las organizaciones del sector en Chile ofende al sentido común.
Hermosilla, además, era un ejemplo del tipo de élite que la República de Chile quería tener. Una que se había formado en el Instituto Nacional, bajo la concepción meritocrática de la masonería, y terminó de formarse en la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica de Chile, bajo la noción meritocrática de la Iglesia Católica. No hay que despreciar su pertenencia al PC, que además de proporcionarle un sinfín de anécdotas para películas de espías, también tenía una marca meritocrática en lo intelectual que fue sustituida por ‘los señores de los fierros’ en la época de la dictadura. Desde ese momento nunca más fue necesario leer El Capital o escribir un libro y saber sumar para llegar a la secretaría general del PC.
Mimado por la derecha, por la izquierda, por las instituciones y por los empresarios, Hermosilla acabó vendiendo humo y creyéndose el cuento. Hasta que una auténtica ‘femme fatale’, criada en el trapicheo con funcionarios públicos, grabó su show en medio de una trampa de altos vuelos.
Ha tenido Hermosilla la mala suerte de que su error de juicio ha quedado expuesto en tiempos en que Chile vive un populismo desatado. Ya no es el mismo de 2019, que llevó a quemar el país, sino otro, hijo de la ley del péndulo. Cuando el populismo entra en el sistema, habitualmente de la mano de demagogos, contagia a todo el cuerpo social y no sólo los políticos se vuelven populistas, también los jueces, los fiscales (que lo son de nacimiento para defender su rol social), y hasta los académicos. Incluso algunos empresarios empiezan a mirar como esto de la demagogia les puede beneficiar.
¿Cómo llegamos aquí? He llegado a la conclusión de que la principal responsabilidad es de la élite chilena, que cuando no nos gobierna, nos dirige. El hundimiento político y moral de la Concertación, que en vez de ser padres del Frente Amplio quisieron ser los amigos de sus hijos, es un factor. El mismo Frente Amplio, que en vez de querer ser hijos de la democracia han preferido ser nietos de la dictadura (afortunada imagen que acuñó Felipe González en España) es otro. Y una derecha acomodada en sus privilegios que no supo hacer lo que tenía que hacer cuando heredó la más formidable reforma económica que se ha hecho en Chile. Los periodistas, que dejamos nuestro poder de prescripción en manos de las redes sociales, también tenemos responsabilidad.
Ninguno fue capaz de ver que, aparte de los palos en las ruedas que se han puesto a la economía chilena desde 2010, la reforma neoliberal se iría agotando porque parte de sus virtudes provinieron de un mundo que se configuró especialmente a su favor. Chile tenía la vela lista y desplegada cuando llegó el buen viento de la globalización. Por el contrario, en lugar de ponernos a la tarea de reinventarnos, triunfó el discurso del reparto sobre el del crecimiento, de robarle los patines a los demás en lugar de afianzar el mérito republicano y de repartir privilegios a las infinitas tribus en que se ha dividido nuestra nación. Como dice Henry Hill en la película: “Soy un don nadie, y tengo que vivir el resto de mi vida como un idiota”.