Columna de John Müller: “Felipe VI y la gestión simbólica de una tragedia”
“En la turbulenta visita de los reyes de España a Paiporta afloró un reflejo popular de tiempos no democráticos: el odio al valido” , dice John Müller.
Las protestas y el ambiente caótico en que transcurrió la visita del rey Felipe VI y la reina Letizia a la localidad valenciana de Paiporta, gravemente afectada por una riada el martes 29 de octubre, llamaron mucho la atención en Chile. Varias personas me han escrito comentando sus impresiones: en un primer momento me decían que las imágenes les habían recordado hechos tan luctuosos como el trágico final del dictador Nicolás Ceaucescu y su esposa, o el linchamiento del líder libio Muamar Gadafi. Finalmente, la visita se ha zanjado con un inesperado reforzamiento de la imagen de los monarcas.
Hay que decir que los responsables de la seguridad de Pedro Sánchez, jefe del Gobierno español, pensaron lo mismo que mis corresponsales chilenos y se lo llevaron casi en volandas a un lugar seguro. La escolta quiso hacer lo mismo con el rey, pero éste, transgrediendo normas que no se le permite vulnerar ni a Joe Biden ni a Xi Jinping, se opuso y siguió adelante con la visita, arriesgándose a ser humillado o, lo que es peor, resultar malherido.
Esto merece una aclaración con el fin de calibrar lo que estaba en juego. La visita se produjo al quinto día de la inundación cuando cundía una sorda disputa sobre quién debía gestionar la crisis entre el Gobierno central, que encabeza el socialista Sánchez, y el gobierno regional de la Comunidad Valenciana, presidido por el conservador (Partido Popular) Carlos Mazón. Los ciudadanos se quejaban de que el Estado, particularmente el Gobierno central, no había desplegado suficientes medios para ayudarles. En cambio, cientos de voluntarios espontáneos habían empezado a ir desde el primer día a ayudar a sus vecinos a limpiar el barro. El contraste quedó acuñado con una expresión de las redes sociales: “Sólo el pueblo salva al pueblo”.
En este contexto, el Rey, que es el jefe del Estado, entendió perfectamente que seguir las instrucciones de su escolta crearía la impresión de una torpe retirada del Estado. La imagen que quedaría no era sólo la de una Administración incompetente, sino capitaneada por cobardes. Era una alternativa que sólo podía causar males mayores. Por el contrario, quedándose, él y la reina Letizia -que recibió el impacto de una bola de barro en plena cara- corrían un importante riesgo físico, pero podían fijar la imagen de que los máximos representantes de la Nación estaban preocupados y solidarizaban con los afectados.
España es una monarquía constitucional donde el papel del Rey es casi totalmente simbólico. Pero los símbolos no son sólo pinturas, fotos y discursos; también son acciones. Nadie mejor que Felipe VI conoce el poder simbólico de su cargo y es evidente que lo puso en juego de manera magistral. No sólo él y la reina mostraron arrojo y valor físico, también supieron acallar el desorden y dialogar con los afectados.
“Cómo no van a sentirse así. Cómo no van a estar cabreados”, comentó la Reina, con la cara embarrada y con uno de sus escoltas sangrando a su lado. Por su parte, al Rey se le vio dialogando a gritos con quienes le interpelaban, pero sin perder la noción de su rango. Les mandó dos avisos: que no se creyeran los mensajes intoxicadores de las redes sociales y les recordó que España es una democracia, un estado de derecho, y que las decisiones necesitan cumplir ciertas formalidades.
En un lance realmente arriesgado, Felipe VI logró elevar la situación a la altura de su dignidad de jefe de Estado. Una consecuencia probablemente no deseada del episodio es que su decisión dejó a Sánchez como un cobarde.
El Gobierno dijo después a través de portavoces no oficiales que no habían aconsejado la visita del jefe de estado.
Los hechos demostraron que los activadores de la rabia eran Mazón y Sánchez, cosa que éste último ya ha descubierto en otras circunstancias y que le ha llevado a reforzar su dispositivo de seguridad personal. Pero en Paiporta, afloró, además, un reflejo popular de tiempos no democráticos: el del odio al valido real. El valido era el hombre de confianza del rey, el más influyente de sus secretarios y el que hacía ejecutar las órdenes del monarca. Manuel Godoy, valido de Carlos IV, es quizá el más famoso de estos funcionarios. Hoy, y en otro contexto, esta figura resulta ser muy parecida a la de un jefe de Gobierno.