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Carta de Cristián Warnken a la Iglesia Notre Dame de París

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Pauta / Twitter
POR Equipo Radio Pauta |

“Te escribo desde un país al sur del mundo, donde se hizo hace un tiempo moda quemar iglesias, y muchas de ellas, todavía están ahí, aún cerradas, sin restaurar, abandonadas a su suerte”, dice Cristián Warnken.

Dama de piedra, que te alzas al cielo (pareciera desde siempre), has vuelto a abrir tus puertas, y podremos otra vez entrar en ti, como peregrinos sedientos de absoluto y de luz, en un tiempo que ha renegado del espíritu y la belleza. Nada ha podido doblegarte, ni el fuego, ni las revoluciones ni la indiferencia, quizás como un símbolo de que nuestra época relativista y secularizada ya está topando fondo y se aproxima una nueva Edad Media, en que otra vez volveremos a buscar a Dios y a levantar catedrales y a rezar y a cantar al cielo, porque vagamos en las tinieblas como niños huérfanos, sin padre ni madre y tú, Madre de París, abres otra vez tus brazos como diciéndonos: “venid otra vez a mí, hijos perdidos, a buscar en mí la luz y la tibieza”.

Todos ahora te celebran: agnósticos, ateos, descreídos, new ages, todos se arremolinan en tus puertas ansiosos por entrar de nuevo en ti, por caminar entre tus naves, para recibir la luz que recogen tus vitrales, para oír la música y el silencio que desbordan tus muros, para encender velas a los santos. Porque más allá de toda creencia, más allá de toda religión, más allá del sin sentido que nos rodea, hay en todos un anhelo de absoluto, que nadie podrá apagar. Sobre ese anhelo se levantaron nuestras ciudades, nuestro arte, nuestra música, la pintura y nuestra vieja y cansada civilización y sin ese anhelo somos como peces arrojados a la arena, que no pueden respirar, que tiemblan desesperados, a la orilla de nada. Porque nada, ni la inteligencia humana ni la inteligencia artificial podrá suplantar ese anhelo, esa secreta y atávica esperanza de que no solo somos peces, sino que somos parte de un mar, de una totalidad en la que respiramos y somos. Y tú, Iglesia de Notre Dame, eres una de las naves en las que navegamos a través del tiempo, buscando lo que ni la ciencia ni la técnica pueden darnos, eso indecible, inefable, misterioso, eso sagrado que merece respeto y ante el cual nos inclinamos cada vez que aparece ante nosotros.

París hoy día ya no es una fiesta y las iglesias de Europa han sido abandonadas por sus fieles y pareciera que sólo las viejecitas devotas entran en ellas para rezar y orar… Pero, cuando empezó a arder tu tejado, esa tarde del 29 de abril del 2019, todos salieron a las calles y se detuvieron en las esquinas, jóvenes, viejos, niños, a llorar, a rezar, a pedir, con velas y luces de sus dispositivos digitales ¿y porqué? Porque en el fondo de nuestras almas descreídas y escépticas todavía vive- a veces olvidada o negada- la sed de Dios, porque necesitamos más que nunca esa agua viva en este desierto del sentido que estamos cruzando y porque como dijo el Príncipe Mishkin , el Idiota de Dostoyevsky, “solo la belleza salvará al mundo” y tú, Notre Dame eres una parte de esa Belleza que necesitamos para vivir.

Has vuelto a abrir tus puertas, y París y Occidente pueden dormir esta noche más tranquilos: nuestra Madre de piedra está ahí, a pasos del río Sena, que fluye sin cesar, nuestra Madre no se ha ido, no nos ha abandonado, a pesar de que nosotros la hayamos abandonado y renegado más de tres veces, como Pedro a su Maestro. Una madre como tú no abandona a sus hijos, una madre como tú los recoge en la calle y los cobija, tus hijos embelesados por otros dioses, dioses digitales y fríos, deslumbrados por una luz que no es luz, por un poder que no es poder. Esos mismos hijos volverán ahora a acariciar tus viejas piedras y sentirán al apoyarse en tus columnas que hay algo mucho más firme que todas las promesas del mundo y que la Madre es la Madre y que esta Madre de piedra es solemne y dulce a la vez, eterna y cercana a la vez.

Te escribo desde un país al sur del mundo, donde se hizo hace un tiempo moda quemar iglesias, y muchas de ellas, todavía están ahí, aún cerradas, sin restaurar, abandonadas a su suerte. Ahora miramos, con vergüenza, como un país que tiene la laicidad como su bandera, te ha restaurado a ti, y no te ha abandonado a tu propia suerte. Un país donde hasta los ateos saben que lo sagrado es lo sagrado y no se puede borrar así como si nada. Madre de piedra: escucho las campanas desde lejos resonar y los pájaros de París desatarse en desbandada porque has abierto otra vez tus puertas, tus brazos, tu inmenso cuerpo. Y me vienen a la memoria estos versos de un joven poeta francés que renegó alguna vez de Dios, y que fue soberbio y genial y que, tal vez, al mirarte a ti, desde la otra orilla del Sena, reconoció dentro de sí el ansia de absoluto que lo devoraba y dijo: “Elle est retrouvée, quoi?/L`eternité/ C´est la mer allée avec le soleil!” (“Ha sido reecontrada, ¿qué?/ La Eternidad/ es el mar ido con el sol”).

¡Un gran abrazo, Dama de piedra!