Columna de Luis Ruz: “Reforma al sistema político: ¿De qué estamos hablando?”
“Con la propuesta de un conjunto de senadores se reinstaló el debate acerca de la reforma del sistema político. Pero ¿de qué estamos hablando? Comencemos con dos preguntas necesarias para esta discusión: ¿qué es un sistema político? Y ¿qué implica su cambio?”
Sobre el concepto de sistema político, David Easton nos enseñó hace bastantes décadas que es un conjunto de interacciones por medio de las cuales se asignan valores a una sociedad. En un sistema conviven dos elementos centrales: las demandas de los ciudadanos y las respuestas que reciben; y, en segundo lugar, la evaluación que los ciudadanos hacen de esas respuestas y de sus consecuencias. Son los “inputs” y los “outputs” del sistema. Easton se hizo una pregunta que se mantiene vigente: ¿Cómo logran persistir los sistemas políticos en un mundo donde coexisten la estabilidad y el cambio? Así, indicó que la vida política supone una serie de procesos mediante los cuales ciertos tipos de demandas (inputs) se convierten en el tipo de respuestas (outputs). En simple, eso hace un sistema político.
Y frente a una posible modificación al sistema político, Gianfranco Pasquino nos explica que “en cualquier sistema los componentes permanecen unidos porque están conectados entre sí. Éstos interactúan según modalidades y con determinadas consecuencias que dependen de sus conexiones. Y, por lo tanto, si se produce un cambio, por ejemplo, en el sistema electoral, es probable que se consiga un cambio en el sistema de partidos y luego en las coaliciones de gobierno”. O sea, toda modificación de una parte del sistema tendrá algún impacto en los otros componentes que lo conforman. De ahí la importancia de pensar bien los cambios necesarios y pertinentes.
Por lo tanto, cualquier sistema político tiene el desafío de conciliar la adecuada representación política, es decir, la oferta que dé cuenta de las corrientes políticas de la sociedad y la capacidad de ofrecer respuestas comprendida como la capacidad de tomar decisiones que respondan a las demandas ciudadanas mayoritarias.
Cabe recordar que Chile posee un sistema político que se sostiene en un Estado unitario, con un gobierno de tipo presidencial, conformado por un sistema de partido multipartidista y un sistema electoral proporcional para elegir a los miembros del Parlamento.
Este “maridaje” no es común en la teoría de instituciones, sin embargo, es parte de nuestra historia e idiosincrasia política. Por lo tanto, el desafío radica en mantener un multipartidismo, pero que conviva con un presidencialismo eficaz.
Entonces, ¿qué hacer?, parece razonable permitir la competencia directa de los partidos políticos y aquello se hace, de manera más concreta, mediante la prohibición de los pactos electorales. Es decir, cada partido es un pacto en sí mismo y así se acaba todo tipo de subsidio electoral. Esto es lo que ha planteado la Comisión Constitucional del PDC. A su vez, el problema de fijar sólo un umbral de votación excesivamente alto podría dejar fuera del Congreso a partidos con determinada representación en el territorio.
En cuanto al sistema electoral, por tradición y cultura política, lo lógico es mantener un sistema proporcional que dé cuenta de las diversas expresiones políticas, pero que contenga condiciones adecuadas para la formación de partidos. Por ejemplo, la exigencia de partidos de carácter nacional, lo que evitaría la constitución de partidos que respondan a “caudillismos” y se transformen en verdaderas “pymes” políticas. Esta realidad dificulta a cualquier gobierno la concreción de su programa porque termina por prevalecer las agendas e intereses particulares por sobre los acuerdos mayoritarios. Y, por último, consagrar definitivamente el voto obligatorio porque refuerza un sistema que requiere una mayor dosis de legitimidad que emana de la voluntad de los mismos electores.
En suma, la reforma política no puede sólo abordarse como un “reseteo” que favorezca a las fuerzas políticas mayoritarias de turno, sino lograr un sistema que conjugue una representación adecuada y una gobernabilidad que permita responder, oportuna y eficazmente, a los ciudadanos. De eso se trata una democracia de calidad y de alta intensidad.