Carta de Cristián Warnken a las familias chilenas
“Hay que sentarse otra vez a la mesa. Sentémonos todos a la mesa esta Nochebuena (que nadie quede afuera), mirémonos a las caras y preparemos el gran regalo que Chile necesita darse a sí mismo: el de nuestra propia voluntad de ser”, dice Cristián Warnken.
Se acerca la Navidad y pienso en las miles de familias de clase media chilena que se preparan, con mucha ilusión, para celebrar esta fiesta que, querámoslo o no, despierta hasta en los más descreídos, emociones, anhelos, rememoranzas. Navidad es una buena ocasión para sentarnos a la mesa y hacer un balance y pensar en el sentido profundo de esta fiesta: el de nacer de nuevo.
Pienso en ustedes, miles de chilenos y chilenas de esfuerzo que, para llegar a este fin de año, han debido sortear los obstáculos que hoy hacen que los chilenos no seamos felices. ¿Alguna vez lo fuimos o tuvimos la ilusión de serlo? Parecen tiempos lejanos, de a poco, cada vez más míticos. El país crecía y muchos salían de la temible línea de la pobreza. Se podían pensar, en acceder por primera vez a bienes consumos que décadas atrás parecían inalcanzables.
Carta de Cristián Warnken a las familias chilenas
Y, lo más importante, había un relato, un horizonte, teníamos un futuro común. Si no hay un relato común, compartido, no basta con el puro crecimiento económico para echar adelante un país. ¿Cuándo nos extraviamos, desde hace cuando nos hemos ido estancando, no solo económicamente sino anímicamente? ¿Qué fue lo que perdimos y por qué lo perdimos? El empuje, la visión de quienes tienen el deber de conducirnos, la fe en nosotros mismos, la confianza.
De a poco todo eso ha sido reemplazado por la falta de visión en quienes nos conducen, y por el miedo, en nosotros. El miedo, de a poco, empieza a enseñorearse de nosotros: el miedo de volver a la pobreza de la que tanto costó salir, el miedo a endeudarse, el miedo a envejecer, el miedo a caminar por nuestras propias calles, el paralizante miedo al futuro.
Algo no está bien, algo está fallando hace tiempo en la sala de máquinas, no hay que hacernos los lesos sobre esta lenta, pero clara decadencia o empantanamiento en la que estamos entrando. No es la hora de señalar con el dedo a un solo culpable, la culpa es bastante compartida, los países que crecen (y que crecen no solo económicamente, socialmente, sino cultural y espiritualmente) son los que se construyen en un acuerdo mínimo sobre el que construir lo que viene. Ese acuerdo base, parece hoy imposible de conseguir.
Los que tienen más posibilidades y recursos, están pensando en irse, en enviar a sus hijos fuera, ellos abdicaron ante la desesperanza, pero la inmensa mayoría de los chilenos seguirán aquí, partiéndose el lomo para llegar a fin de mes y con el legítimo anhelo de tener un futuro mejor. A ellos no se les puedo inocular el veneno de la desesperanza.
Se han puesto de moda libros con títulos tan descorazonadores como estos: “cómo los países se hunden” o “cómo las democracias fracasan”. Son los “best sellers” de los pesimistas. Yo preferiría pensar en alguien que escribiera un libro en el que se contara cómo los países salen de las crisis, con qué recursos de resiliencia cuentan, dónde están sus fortalezas escondidas, incluso, impensadas. Aunque suene un poco fuerte y exagerado, Chile necesita nacer de nuevo. No con una refundación (ya probamos como ese camino no lleva a ninguna parte), sino con un renacimiento.
Me gusta la palabra Renacimiento: un proceso donde confluyan todas las fuerzas vivas, la cultura, el mundo de los emprendedores, una renovación de nuestra amistad cívica (tan deteriorada), una liberación de todas las ataduras que asfixian las iniciativas, un cambio en la forma de hacer política, una renovación ética. Que el país frenado, estancado, florezca, que todos nos sintamos parte de una nueva épica, esa que nos ha sacado adelante en las catástrofes naturales y políticas.
Chile puede y debe levantarse. No con guerras culturales importadas de afuera (que normalmente terminan en griterío) sino con una revolución cultural que coloque otra vez la educación en el centro, una revolución cultural que traiga nuevas ideas, refrescantes, distintas que permitan destrabar todo lo que hoy nos ata y nos frena, incluidos los sesgos ideológicos de lado y lado que solo simplifican y nos impiden ver la realidad y mejorarla.
Si pudiéramos, en esta Navidad, poner a Chile en el pesebre, como un niño luminoso y cargado de esperanza y no un adolescente enrabiado y violento o un adulto cansado y descorazonado, creo que en año nuevo podríamos abrazarnos de nuevo y ver estallar en nuestro cielo azulado, las luces de un nuevo comienzo. Dejar atrás las quejas estériles, las consignas vacías, los ataques odiosos, las caricaturas, las mentiras, para volver a vernos de nuevo como lo que somos y siempre hemos sido, desde nuestros orígenes, un país milagroso parado frente al abismo del mar, rodeado de desiertos y nieves eternas.
Sí, que esa sea nuestra Navidad, la Navidad de Chile. ¿Quién dijo que no podemos empezar de nuevo? Eso es lo que ustedes, las familias chilenas quieren y claman y ese anhelo y ese clamor, lo que nos dirigen, no lo han escuchado bien, centrados en sus propios monólogos o diálogos de sordos. Hay que sentarse otra vez a la mesa. Sentémonos todos a la mesa esta Nochebuena (que nadie quede afuera), mirémonos a las caras y preparemos el gran regalo que Chile necesita darse a sí mismo: el de nuestra propia voluntad de ser.
¡Un abrazo y feliz Navidad!