Columna de Luis Ruz: “La Ministra, el Cardenal y el debate público: ¿alguna lección qué aprender?”
El debate público es consustancial a la democracia como forma de gobierno. Sin un espacio donde se confronten los sueños, las ideas y cómo llevarlas a cabo es muy difícil la racionalización de la política. Sin un debate público de calidad, la democracia queda atrapada en consignas o en voces con intereses muy particulares.
Por ello, uno de los principios fundantes de la política democrática es la libertad de expresión. Ahí radica la base de la convicción que, más allá de toda consideración de género, clase, etnia o religión, todos tenemos el derecho a expresarnos con libertad. Es una de las dimensiones que nos hacen “iguales” en una democracia.
En este marco del funcionamiento de la democracia, la polémica entre la Ministra Antonia Orellana y el Cardenal Fernando Chomali nos permiten reflexionar sobre el debate en la esfera pública.
¿El problema es que no se puede discutir sobre el aborto? Obviamente no. Y tampoco está en duda la promesa que hizo el presidente Boric sobre la presentación de un proyecto de aborto legal. Es conocida la posición del Gobierno al respecto. El problema más bien radica en la oportunidad y el modo.
Con una ironía dura e innecesaria, la Ministra Orellana anuló la opinión del Cardenal Fernando Chomali ante la idea de postergar la decisión de presentar un proyecto que ha sido controversial siempre. Con su descalificación, Antonia Orellana olvidó su posición y su estatus en el debate público. Y, de algún modo, omitió el valor de la tolerancia como valor común.
Todos saben, y el Gobierno también, que se trata de una materia donde existen diversas miradas y, por lo tanto, opiniones y convicciones que son discrepantes. Desde la aproximación del tema como una problemática de salud pública hasta el debate existencial de la vida y su cuidado desde la concepción. Por lo tanto, un debate de este nivel de complejidad exige un talante y una consideración particular. En este tipo de discusiones, importa la forma y el fondo.
Es cierto que Monseñor Chomali no es neutro en este debate. Por cierto, el Cardenal y la Iglesia tienen una posición contraria a la idea del aborto. No es un dato nuevo. Su perspectiva ha sido difundida en todos los foros públicos y en las instancias institucionales para expresar su opinión y fundamento.
La crítica que le cabe a la Ministra de la Mujer es que en vez de promover un espacio donde se haga la reflexión con respeto, prefirió hacerlo desde el descrédito. Ese mal paso deja la discusión de fondo en un verdadero páramo.
¿Alguna lección que podamos aprender de este episodio? Pues bien, tendríamos que decir que, a lo menos, tres.
Primero, que el Gobierno debe cuidar siempre el tono y la forma. Esto lo habilita para conducir el debate y la agenda pública. Así, todo Ministro de Estado en un régimen democrático debe evitar una actitud que anula al que disiente públicamente sobre una materia de interés general. Más aún cuando se trata de un asunto donde está en disputa dos derechos fundamentales que se interceptan en la discusión del aborto legal.
Segundo, que el Gobierno debe tener en cuenta la oportunidad. Es decir, está en su derecho en aplicar su programa y todas las iniciativas que sean de su interés específico. Pero debe hacerlo sopesando la oportunidad ¿Qué sentido tiene introducir en la agenda una discusión que sabemos nos divide? Más aún en semanas donde todos los esfuerzos, de “moros y cristianos”, debería ser la reforma de pensiones. Sin el ánimo de exagerar la crítica, es un nuevo “error no forzado”.
Tercero, la democracia requiere un debate público de calidad. Debemos tener conciencia sobre la eficacia de nuestros debates en democracia. Llevamos mucho tiempo en discusiones planteadas desde posiciones irreductibles e irreconciliables. Nos hemos acostumbrado a imponer más que a debatir. A descalificar más que a argumentar. El problema de esta actitud es que en el tiempo se va cristalizando una cultura política rígida y que impide los acuerdos.
El episodio de la Ministra y el Cardenal es una buena excusa para no olvidar que la política se hace en el “ágora”, como lo decían los griegos. Es allí, con transparencia y con razones, donde se decide qué hacer en la “polis”. Una de las virtudes de la democracia es que promueve el pluralismo. Y esto permite que ideas, credos e incluso miradas políticas antagónicas tengan cabida en el espacio público. Exponer, argumentar, debatir, discernir y decidir pensando en el bien común. Esta es la principal lección que no podemos olvidar porque es la esencia de la política democrática. Ni más, pero tampoco menos.