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Científicas extremas I. Desde estrellas oceánicas hasta la vida del desierto

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Pauta / Erika Mutschke / Cristina Dorador
POR jorge Román |

En esta serie, presentamos a académicas que estudian fenómenos extremos en Chile. Nuestras protagonistas de hoy son una bióloga marina que estudia estrellas de mar antárticas y una microbióloga que analiza microorganismos en ambientes que parecen incompatibles con la vida

Muchas veces se suele reducir la ciencia a estereotipos: hombres de pelo desordenado con bata blanca en un laboratorio. Y también se suele creer que la ciencia de punta se hace solo en países desarrollados. Sin embargo, la ciencia no le pertenece a un género, ni a una región, ni a unas pocas disciplinas. Hay fenómenos de la naturaleza y objetos de estudio que son exclusivos a ciertas zonas geográficas, que parecen poco glamorosos o tienen bajo interés económico y, por lo tanto, son relegados a un discreto segundo o tercer plano.

Sin embargo, las personas que se dedican a investigar estos temas comparten algo en común: les apasiona lo que hacen y demuestran a través de su trabajo que el universo y la naturaleza son sistemas complejos, donde los hechos más nimios pueden tener impactos insospechados.

Esta fascinación por la naturaleza y el universo es un rasgo que caracteriza a las dos científicas chilenas que entrevistamos para PAUTA.cl: mujeres que han debido luchar contra la discriminación, contra presupuestos precarios y que, a veces, han realizado sacrificios familiares o personales para continuar dedicándose a la academia.

Cuántas estrellas hay en el mar

“El mar es tan grande. Tan grande, tan azul y tan profundo y oscuro que, en realidad, conocemos muy poco de él”, dice Erika Mutschke, bióloga marina del Instituto de la Patagonia de la Universidad de Magallanes.

Ella es la única persona que estudia las estrellas de mar desde Chiloé a la Antártica (de Chiloé hacia el norte lo hace una colega suya, Andrea Martínez). Y ha descubierto que, pese a su cercanía, las estrellas de mar del extremo sur de América son muy distintas a las del norte, y más distintas aun de las que habitan en la Antártica.

Mutschke dice que llegó a la biología marina “sin querer”. Cuando estudiaba biología en Concepción, pensó en dedicarse a insectos o vegetales. Pero una serie de circunstancias la obligaron a regresar a la casa de sus padres, en Punta Arenas, y concluyó sus estudios en la Universidad de Magallanes. Su necesidades económicas la llevaron a hacer ayudantías “a todo el mundo” y, apenas se abrió una plaza para investigar organismos marinos en el Instituto de la Patagonia, a principios de la década de 1990, postuló. Y allí sigue hasta hoy, estudiando estrellas.

El porqué llegó a las estrellas fue una combinación de factores: hubo influencia de uno de sus profesores, Alberto Larraín Prat, doctor en biología, “y quizás uno de los primeros que estudió sistemáticamente los equinodermos”. Pero también reconoce que quiso dedicarse a ella “porque son bonitas”. Y, a medida que habla sobre estos invertebrados, se entiende por qué le apasionan.

Cuenta que las estrellas de mar son depredadoras voraces: “Cualquier cosa que pueda pillar, se la va a comer”. Para ello, utilizan una serie de pedicelarios -pequeñas estructuras similares a ventosas- con las que atrapan a sus presas antes de devorarlas. “Son súper eficientes, son depredadores de alto nivel trófico, se comen en el fondo todo […]. Pocos organismos se comen a las estrellas, entonces regulan muy bien las poblaciones, particularmente de moluscos”. Así, aunque no tienen una “importancia económica directa” y pueden “parecer adornos en el fondo del mar” dentro de los ecosistemas oceánicos “se consideran especies clave” porque, a través de la depredación,  “contribuyen a crear un equilibrio de especies bajo el mar”, explica la académica.

Una porania antarctica, una de las especies de estrella de mar que habita en las gélidas aguas antárticas. Créditos: Erika Mutschke

Además, las estrellas de mar -o asteroideos- son conocidas por su asombrosa capacidad regenerativa. Según explica Mutschke, si pierden un brazo, “regeneran uno nuevo, más pequeño, pero brazo al final”. Además, en algunas especies, esa extremidad puede convertirse en una nueva estrella de mar, independiente de la otra, aunque esto depende de su sistema de reproducción: “Esto solo ocurre en estrellas que […] se reproducen asexualmente. Por lo tanto, dentro de esta estrategia asexual, hay dos modalidades: autotomia y fisión. La ‘autotomia’ ocurre cuando hay un corte voluntario del apéndice (brazo), por ejemplo, cuando hay autodefensa. La fisión ocurre cuando el disco central se divide en dos partes y cada una de esas partes regenera las partes ausentes”. Esto significa que no por dividir una estrella en 10 partes, cada una de ellas se convertirá en una estrella nueva, aclara Mutschke.

“En general, los asteroideos tienen dos modos de reproducción: sexual (donde hay machos y hembras; espermios y óvulos) y asexual. Esta es más reducida que la anterior, quizás más vistosa, pero no es en sí un mecanismo directo de regeneración”. En las especies que se reproducen en forma sexuada, su multiplicación es casi azarosa: los machos liberan espermios en el agua y las hembras los captan cerca de la región oral, donde se ubican los óvulos. Al ser fecundados, comienzan a formar una membrana que les envuelve y las estrellitas crecen dentro de ese saco. Es decir, y en palabras de la bióloga marina, las estrellas hembras quedan “embarazadas”.

Una bathybiaster loripes. Créditos: Erika Mutschke.

Curiosamente, mientras más cálidas las aguas, hay menos diversidad de asteroideas. Así, en Rapa Nui hay solo seis especies y en la región peruviana-chilena (de Chiloé hacia el norte) no hay más de 20. Mientras que en la región magallánica -que abarca desde Chiloé hasta Cabo de Hornos- se han identificado 45 especies de estrellas, y en la Antártica, cerca de 300.

“La Antártica es un tremendo reservorio de biodiversidad”, dice Mutschke. Se trata además de un reservorio de especies que se han desarrollado en forma aislada al resto de los océanos a causa de la corriente circumpolar. “Es una tremenda masa de agua, gigantesca, […] que parece como una cortina de agua, de arriba abajo, y funciona casi como una barrera […], no hay intercambio de especies, a pesar de la cercanía que existe entre Sudamérica y la Antártica”. Por eso, los organismos que se encuentran en ese continente son únicos y llenos de secretos.

El aislamiento biológico de la Antártica se encuentra amenazado por el cambio climático y la acción humana, especialmente el lastrado de embarcaciones, que contamina con especies marinas exóticas incontables regiones del planeta. Créditos de la imagen: elaboración de PAUTA.cl a partir de una figura de Van Hall Larenstein.

Sin embargo, el tipo de investigación que realiza Mutschke es muy cara: significa navegar por meses tomando muestras de especies a 500, 1.000 y hasta 2.000 metros de profundidad. Por fortuna, ella ha podido embarcarse en navíos alemanes y españoles que realizan investigación marina: “Tengo muchísimas horas de navegación. […] Creo que conozco todos los fiordos y canales desde Chiloé hasta Cabo de Hornos”, dice la científica.

A veces, las expediciones duran meses y ella trabaja todos los días a bordo del navío, revisando y clasificando organismos. “Yo me embarqué con los españoles cuando mi hija tenía seis meses y cuando llegué no me reconocía”, cuenta. 

La científica de las estrellas marinas Erika Mutschke a bordo de una expedición en las aguas antárticas. Créditos: Erika Mutschke.

“Estamos tratando de resolver una pregunta que es súper básica”, dice. Una pregunta que ayudaría “a entender mejor nuestro entorno y proyectarnos como país y como especie”: “¿Cuántas especies de estrellas marinas hay en el extremo sur de Sudamérica? Eso es algo que aún nadie lo sabe”.

La resiliente vida que se esconde en el desierto

“Me encantaría hacer poesía de las bacterias”, dice la microbióloga Cristina Dorador, académica de la Universidad de Antofagasta, investigadora titular del Centro de Biotecnología y Bioingeniería (CeBiB) y colaboradora del colectivo de divulgación científica Etilmercurio. Explica que cualquier cosa puede ser objeto de la poesía, “desde lo más abstracto hasta lo más común”. “Cuando a veces me quedo corta para expresar algunas ideas, me sale naturalmente escribir un par de versos”.

La afinidad de esta científica con la poesía no es algo casual: es hija de Wilfredo Dorador, poeta antofagastino, quien enseñó a todos sus hijos el valor de los libros. Tanto es así, que para ella la ciencia y el arte son complementarios: “Para mí, el arte es una extensión natural de las personas […]. El conocimiento científico tiene que adaptarse a distintas formas de expresión”, afirma. Para la científica nortina no basta con los papers, con la divulgación clásica (charlas y libros), sino que se deben “explorar otras formas y eso también va en la creación de piezas artísticas o poesía”. De hecho, recuerda que la misma Violeta Parra incluía conocimiento histórico y científico en sus canciones (como se muestra en este artículo de la doctora Anabella Arredondo).

Para Cristina Dorador, la buena ciencia y el buen arte se crean cuando se consigue “un acople entre la pasión y el quehacer”. Y pasión no es algo que le falte a esta microbióloga: desde niña se sintió fascinada por los salares altiplánicos, sobre todo cuando entendió que allí había “organismos que no se podían ver”.

La microbióloga Cristina Dorador trabajando en el Salar de Huasco. En los salares viven diversas especies vegetales, animales y microorganismos, conformando ecosistemas complejos que cumplen muchas funciones para el planeta, algunas todavía no comprendidas. Sí se sabe que son reservorios de gases de efecto invernadero y que ayudan a regular el clima en las zonas desérticas. Créditos: Cristina Dorador.

Su formación inicial fue en limnología (una rama de la ecología que estudia los ecosistemas acuáticos al interior de los continentes, como lagos, ríos y humedales), que ella describe como los naturalistas “originales”. Fue cuando empezó a estudiar la comunidad microbiana en los salares que se interesó por la riqueza y la fragilidad de este mundo microscópico.

Dorador hizo su doctorado en microbiología en el Max-Planck Institute for Limnology de Alemania y se decidió a presentar su proyecto de tesis sobre los componentes microbianos de ambientes de altura del Norte Grande de Chile porque, en ese entonces, eran “una caja negra” para la ciencia. Cuando abrieron esa “caja negra”, se encontraron con que las relaciones entre las comunidades microbianas son “muy complejas y estamos recién entendiéndolas”. En esos salares viven algas, cianobacterias, tardígrados y otros seres microscópicos, en ambientes de extrema salinidad, que reciben durante todo el día la dañina radiación ultravioleta del sol, que soportan temperaturas bajo cero en las noches y el calor hirviente del desierto durante el día. Por esto, suelen recibir la denominación de “extremófilos“.

“En realidad, la palabra ‘extremófilo’ yo no la ocupo mucho, no me gusta”, dice Dorador. Para ella, el concepto es antropocéntrico: lo que es “extremo” para los seres humanos es un ambiente natural para estas comunidades microbianas. La científica explica que, en su acepción original, los extremófilos viven en condiciones muy estrictas: así, los termófilos solo pueden vivir en ambientes con temperaturas superiores a los 45°C y los hipertermófilos en ambientes de hasta 120°C (que, según Dorador, es la temperatura más alta en la que se ha encontrado vida). “Cuando los sacas de esa temperatura, no crecen. Se mueren”. “En cambio, aquí en los salares hay organismos que están expuestos a alta temperatura, pero también a alta radiación, a alta salinidad, a alta oscilación térmica, entonces sus rangos de sobrevida son muy amplios. Les va bien en agua helada como en agua caliente. […] Son muy versátiles. Entonces, ¿qué es extremo? ¿Existe eso cuando son poliextremos? Al parecer, no”.

Una cianobacteria filamentosa aislada desde tapetes microbianos del Salar de Huasco, vista a través del microscopio. Las cianobacterias son organismos unicelulares capaces de realizar fotosíntesis oxigénica. Es decir, convierten la energía solar y los nutrientes que absorben en oxígeno. Créditos: Cristina Dorador.

Su trabajo con estas comunidades microbianas han convertido a Dorador en una voz preparada para hablar de astrobiología, es decir, de la posible vida que habita fuera de la Tierra, en ambientes “extremos” como las salmueras marcianas o los océanos subterráneos de Europa, Ganímedes o Encélado.

Pero, más allá de las similitudes entre el Desierto de Atacama y los paisajes marcianos, lo que está claro es que “los microorganismos son las formas de vida más diversas y abundantes del planeta. La vida original, presente y futura es microbiana”, tal como dijo Dorador en una entrevista a Plataforma Científica en 2016. Son la base del sistema trófico de la Tierra (se convierten en alimento de otras criaturas o intercambian energía y alimentación con otras formas de vida), generan procesos bioquímicos fundamentales para la sobrevivencia de organismos más grandes y hasta cumplen una función importante en la regulación del clima.

Es más: los animales más grandes, como aves, reptiles y mamíferos (incluyendo los seres humanos) conviven con una multitud de microorganismos que habitan en su piel, su sistema digestivo, sus fluidos corporales… Es lo que en biología se conoce como microbioma: la comunidad microbiana que nos habita. Dorador explica que el microbioma es un objeto de estudio muy reciente, pero se ha descubierto lo suficiente como para afirmar que estos microorganismos son fundamentales para la existencia de otros individuos. Por ello, entre otras cosas, está interesada en estudiar el microbioma de peces que viven en altura para saber si las bacterias que habitan en ellos les ayudan a sobrevivir en el inhóspito ambiente del desierto.

En el cuerpo humano viven en forma simbiótica 10 a 100 billones de microorganismos (principalmente en el estómago). Para verlo de otra forma: se estima que nuestro cuerpo tiene 10 veces más células de microorganismos que células humanas. Y no es cosa de llegar y deshacerse de estas bacterias, arqueas, hongos y protozoos: nuestra sobrevivencia depende de que nuestro microbioma se mantenga saludable.

Además de eso, el estudio de estos microorganismos ya ha permitido desarrollar cremas humectantes y protectores solares a partir de extremófilos. Los descubrimientos y avances científicos que pueden desarrollarse a partir del estudio de estas formas de vida son todavía insospechados.

Cuando se seca el desierto

Decir que el Desierto de Atacama es el más árido del mundo se ha convertido casi en un lugar común. Pero, además de ser árido, es una zona muy rica en minerales, razón por la cual ha sido un polo de desarrollo minero desde hace siglos. El problema es, sin embargo, obvio: la escasez de agua. “El agua es acá el centro de todo”, afirma Dorador. Cuenta que desde se empezaron a explotar los recursos naturales del Norte el agua ha sido la principal limitante y eso “ha hecho que la gente genere tecnología y nuevas formas de obtener agua”: de hecho, según explica, desde hace más de un siglo que se utilizan procesos para desalinizar agua en el Norte Grande: “No es algo que sea muy novedoso”.

Aun así, la desalinización no es suficiente para la cantidad de agua que requieren las faenas mineras. Es por ello que las pocas fuentes de agua son disputadas por la minería, las ciudades y la agricultura, entre otras. “Eso no implica que tengamos la libertad de usar todas estas fuentes de agua”, dice Dorador: “Estos humedales no solo tienen un rol utilitario […], sino que también regulan hasta el clima”.

El daño que provoca la extracción de agua por parte de la actividad minera ha sido ampliamente documentado: en 2011, El Mercurio publicó un reportaje llamado “El altiplano se está secando por dentro”. En él, se da cuenta del daño que han sufrido estos ecosistemas únicos y cómo se han secado ríos, napas, humedales y bofedales. Más recientemente, la extracción de agua de los salares de Punta Negra y Coposa, así como la contaminación con desechos mineros ha sido tan grande, que las actividades mineras lideran las multas por violación a las leyes ambientales. De hecho, en junio de este año, la minera no metálica SQM presentó un nuevo Plan de Cumplimiento para evitar que la Superintendencia de Medio Ambiente revocara su permiso de operación en el Salar de Atacama, donde extraen litio.

En su sitio web, SQM afirma que uno de los ejes fundamentales de sus operaciones es “un estricto Sistema de Gestión Ambiental” que “vela por el resguardo del entorno natural y de las comunidades aledañas a sus faenas”: “SQM se ha preocupado de que todas sus nuevas iniciativas o modificaciones importantes de proyectos en ejecución realicen sus evaluaciones ambientales, contando a la fecha con 57 proyectos evaluados y aprobados ambientalmente, desde la promulgación de la Ley 19.300 sobre Bases Generales del Medio Ambiente en 1994”. Pese a ello, las seis faltas detectadas por la Superintendencia del Medio Ambiente en 2016 podrían incluso concluir con la revocación de los permisos ambientales de SQM. La competencia de la minera chilena en el Salar de Atacama, Albemarle (una corporación estadounidense), se ha dedicado también a echarle gasolina a la situación afirmando que la propuesta de mitigación ambiental de SQM “no permite garantizar la mantención de las condiciones de funcionamiento natural del sistema, lo que se traduce en un incumplimiento del objeto de un programa de cumplimiento, esto es, la protección del medio ambiente”.

El flamenco andino, una especie clasificada como vulnerable, es uno de los habitantes más llamativos de los salares altiplánicos. Sin embargo, están lejos de ser los únicos.

Sin embargo, para Dorador no hay forma de extraer litio de los salares sin provocar graves daños a estos ecosistemas, que son considerados muy frágiles porque no existen mecanismos naturales que les permitan renovar su agua (entre otras razones). Además, en algunos de ellos se ha superado todo límite legal: “Hay salares que ya no tienen agua superficial. Hay salares que están sepultados por relaves mineros”, dice Dorador, refiriéndose a los relaves del Salar de Talabre y del Salar de Hamburgo. En el Oficio Ordinario Nº72 del director regional del SAG (fechado al 17 de diciembre de 2012) se da cuenta al secretario de la Comisión de Evaluación Ambiental de la Región de Antofagasta que en el Salar de Hamburgo “no se establecieron medidas de manejo ambiental” para evitar “un riesgo de afectación para la población reproductiva de flamencos (phoenicoparrus anfinus), especie que se encuentra clasificada como Vulnerable, […] debido a la composición química de los residuos industriales que son vertidos en dicho tranque de relaves”.

“¿En qué momento perdimos la humanidad con nuestro entorno? ¿Con nuestro planeta?”, se pregunta Dorador. Destaca que ya no se trata solo de la minería del cobre, sino también de la del litio. “El litio es un mineral actualmente con mucha demanda por las baterías, para sustentar la tecnología verde del hemisferio norte”, dice Dorador. Según ella, el precio que pagamos en Chile por la tecnología verde es un daño irreversible a los salares. Esto afecta especialmente los salares con mayor concentración de litio en Chile, “que son el salar de Atacama y el salar de Maricunga”, dice Dorador. Y con ellos peligran sus lagunas y toda su biodiversidad: “No es algo extremista, porque ya está pasando”, insiste la microbióloga.

Incluso en el agua hirviente de los géiseres pueden encontrarse comunidades microbianas. Los colores en estas aguas delatan la presencia de tapetes microbianos termófilos en el Sistema Geotermal de El Tatio. Créditos: Cristina Dorador.

El desierto es visto muchas veces como un páramo estéril que puede ser sacrificado sin mayor preocupación. No hay allí grandes bosques, ríos cristalinos y árboles nacionales como la araucaria o el alerce. No obstante, Dorador destaca que el desierto es un gran reservorio de biodiversidad y protegerlo puede ser esencial para la propia subsistencia humana en el Norte. “Cuando perdemos patrimonio natural, todos perdemos. […] El único patrimonio real que nosotros tenemos es nuestro patrimonio natural. El resto es parte de la historia”.

“Todas estas actividades industriales tienen efectos”, afirma Dorador, y estos efectos pueden consistir en la destrucción de ecosistemas o en daños a la salud de la población como ocurre en Antofagasta, como ocurre en Quintero y Puchuncaví, como ocurre en Mejillones. “¿Qué costos medioambientales y humanos estamos dispuestos a aceptar solo por mantener altas las cifras de empleo y las cifras económicas?”, se pregunta Dorador. Muchos de estos daños se pueden mitigar, pero eso “no necesariamente va a restaurar el sistema”. También se puede compensar por los daños, “por ejemplo, construir juegos infantiles en el pueblo más cercano”. “¿Cuánto vale nuestro ecosistema? ¿Realmente estamos dispuestos a lidiar con esos efectos irreparables por un empleo que va a durar unos 10 a 15 años, quizás?”.