Entretención

Científicas extremas II: las rocas vivientes

Imagen principal
Cindy Mora / Millarca Valenzuela / Agencia Uno / Pauta
POR jorge Román |

En esta serie, presentamos a académicas que estudian fenómenos extremos en Chile. Las protagonistas de esta entrega son una geofísica que analiza los sismos volcánicos y una geóloga que estudia meteoritos en el Desierto de Atacama

La Tierra es una roca gigantesca que orbita una bola de fuego en constante fusión nuclear. Pero no es una bola de roca sólida: bajo nuestros pies se mueven continentes, fluye magma a temperaturas que rodean los mil grados Celsius y, mucho más profundo aún, hay un núcleo de hierro líquido que se mantiene a 6.700 °C (más caliente que la superficie del Sol) gracias a la desintegración de isótopos radiactivos. La superficie de nuestro planeta es azotada de cuando en cuando por rocas que provienen del espacio, principalmente del cinturón de asteroides. Algunas de estas rocas espaciales son tan grandes que dejan heridas en nuestro planeta y una de ellas, un asteroide de 15 km de diámetro que creó el cráter de Chicxulub, en la península de Yucatán, impactó con tanta fuerza que desencadenó la extinción de un gran número de especies. Entre ellas, los dinosaurios.

Los meteoritos, volcanes y terremotos nos recuerdan en forma permanente lo insignificante que es la especie humana. Pero, al mismo tiempo, el estudio de estas fuerzas del cosmos nos ha permitido entender mejor el universo en el que vivimos y prepararnos para resistir sus efectos catastróficos. Y, tan importante como eso, nos brindan claves para entender el origen de la vida en nuestro planeta.

Aunque las científicas que conversaron con PAUTA.cl para este episodio estudian rocas muy distintas, ambas muestran igual fascinación por su trabajo. También han tenido que enfrentar la compleja realidad de un país que solo invierte un 0,36% de su PIB en investigación y desarrollo (muy lejos del promedio de 2,4% de los países de la OCDE) y en el que las mujeres que se dedican a la academia viven tres veces más cuestionamiento a sus competencias que los hombres.

Los latidos de la Tierra

“Cuando chica, me asustaban los terremotos”, confiesa la geofísica Cindy Mora, investigadora posdoctoral en el Departamento de Ciencias de la Tierra de la Universidad de Concepción y en el Núcleo Milenio Cyclo. “No fue sino hasta una charla motivacional que dio una de las profesoras -que después fue mi profesora guía de magíster, Diana Comte- en que ella hablaba con tanta pasión de los terremotos, que ahí yo recién me enteré de por qué se generaban los terremotos en Chile, y que había muy pocos sismólogos en Chile”. Y por pocos se refiere a que, en 2005, cuando empezó a estudiar la licenciatura en geofísica (carrera que imparten solo dos casas de estudio en el país: la Universidad de Chile y la Universidad de Concepción), había alrededor de 15 sismólogos en todo Chile.

Sin embargo, no es necesario ser sismólogo para estudiar algo relacionado con los sismos, dice Mora. Los ingenieros civiles aprenden saber construir edificios antisísmicos, los urbanistas deben diseñar rutas de evacuación de tsunamis para las ciudades costeras… Los temblores y terremotos son objeto de estudio de numerosas disciplinas, incluyendo la antropología y la sicología, que estudian cómo las sociedades responden a ellos: “La resiliencia es súper relevante en países afectados por desastres naturales”, afirma.

Pero lo que a Mora le interesaba eran los fenómenos físicos de la Tierra: los volcanes, el magma, las placas tectónicas… Estos ocurren en las profundidades de la Tierra, pero sus efectos son palpables: “Sentimos […] un terremoto, pero no podemos ver exactamente qué es lo que está pasando debajo de nuestros pies”. Por ello, no es raro que en la antigüedad se le atribuyeran estos eventos (impredecibles hasta hoy) a los dioses o a los espíritus de la naturaleza: ¿cómo podría no estar vivo el suelo si se agita, si ruge, si escupe fuego y cenizas?

La ciencia no dio con una respuesta satisfactoria a estos fenómenos -muchas veces vistos como catástrofes- hasta medio siglo atrás. Aunque ya en el siglo XIX hubo científicos que propusieron la idea de que, en el pasado remoto, los continentes actuales eran parte de un supercontinente que luego se habría fragmentado, solo a partir de las décadas de 1950 y 1960 se empezaron a aportar nuevas pruebas que acabaron por darle sustento a la teoría de la tectónica de placas. Las evidencias fueron aportadas por una nueva disciplina, la oceanografía, que se desarrolló con la invención de instrumentos como el sonar -originalmente de uso militar-, que se usaron para estudiar el fondo marino. Así fue como se descubrieron las grandes cordilleras oceánicas y anomalías magnéticas en los fondos marinos. El video a continuación explica de manera didáctica la tectónica de placas como se entiende en la actualidad.

La Tierra es tan grande, tan profunda y tan sólida, que resulta muy difícil -casi imposible- analizar estos fenómenos in situ. Aun así, se han hecho intentos por estudiar sus entrañas en forma directa, al más puro estilo de Otto Lidenbrock, uno de los protagonistas de la novela de Julio Verne Viaje al centro de la Tierra. A principios de la década de 1990, en Alemania, un grupo científico perforó el pozo KTB, un agujero de más de nueve kilómetros que atravesó placas sísmicas en movimiento, hidrógeno hirviendo y zonas con temperaturas de hasta 315 °C. Aunque el pozo sigue siendo accesible hasta hoy, no es el más profundo excavado por la humanidad: en 1970, un grupo de científicos soviéticos habían empezado a excavar uno en la península de Kola, al norte de Rusia. Rompieron rocas de más de 2.500 millones de antigüedad y alcanzaron más de 12 km de profundidad. “Y aun así no llegas ni a la mitad de lo que es la corteza”, explica Mora.

La geofísica Cindy Mora en el cráter del volcán Villarrica, año 2012: utilizando instrumentos ideados para la medicina, la científica puede crear mapas completos del interior de un volcán. Créditos: Cindy Mora.

Mora hizo su doctorado en Alemania, donde cambió su enfoque de la sismicidad de subducción y fallas, a la sismicidad dentro de los volcanes. El proceso por el cual se generan es distinto: en los volcanes, los latidos de la tierra los produce el fluir de la roca líquida que busca salir por cualquier fractura. “Al ir avanzando el magma, si esa fractura es lo suficientemente amplia, vibra y esa vibración genera un cierto tipo de señal, un evento de baja frecuencia. Pero si el magma tiene que hacer presión para abrirse camino y generar esa fractura, genera otro tipo de señal: un sismo volcano-tectónico”. Dice que la diferencia en dichas señales le permite concluir qué procesos están ocurriendo al interior del volcán, además de estudiar su dinámica interna, independientemente de si hará o no erupción.

Como no es posible “abrir” un volcán para analizarlo, la geofísica utiliza una herramienta desarrollada por otra disciplina: la tomografía. Aunque es más conocida por sus usos en medicina, la tomografía también tiene aplicaciones en sismología y geología. Mora explica que se utilizan sismómetros, que captan las vibraciones producidas en un volcán y, a través de modelos matemáticos, se calcula la diferencia de velocidad en distintas zonas, generando un “mapa” de su interior. Así se pueden encontrar cámaras magmáticas, algún residual de una erupción previa, dónde está el conducto actualmente activo o dónde podría surgir un nuevo cráter.

Además, aprovechando los sismómetros ubicados en distintos puntos del planeta, se pueden analizar el manto e incluso las estructuras en el límite entre el núcleo y el manto, estructuras de uno a cinco kilómetros que se ubican a unos 4.300 km bajo la superficie. “Es una herramienta súper potente, que permite […] estudiar lo que está bajo nuestros pies”, dice Mora.

Aunque se ha especializado en sismos volcánicos, Mora explica que le interesa todo tipo de terremotos. Además de los que se generan por volcanes, por fallas y zonas de subducción, también están los que se producen en las fallas corticales. Estos sismos son muy poco frecuentes (pueden pasar miles de años entre uno y otro) y pueden alcanzar al menos una magnitud de 7, pero generan muchos daños superficiales, más aun que un sismo de subducción con la misma magnitud. La actividad de estas fallas corticales también genera efectos en los volcanes: “En la Tierra todo está de alguna manera conectado. Entonces tú mueves una pieza de dominó y se empiezan a mover todas las demás”.

Un ejemplo de ello es el origen de los suelos: su composición no solo afecta la fertilidad o sus formas, sino incluso cómo se sienten los terremotos. Hace 450 mil o 500 mil años, la caldera Diamante del volcán Maipo erupcionó en forma violenta y lanzó grandes cantidades de ceniza que se asentaron en lo que hoy es la cuenca de Santiago. En la comuna de Pudahuel hay un depósito de material piroclástico de 30 metros de espesor: “Hay zonas donde todavía no las cubren de concreto y se ve la capa de ceniza volcánica”, dice Mora. Estas cenizas amplifican las ondas sísmicas y, por lo tanto, las construcciones en esa área sufren más daños que en otros sectores de la capital.

“Estamos en una masa, en una bola de roca caliente fundida que se mueve a escalas de millones de años”, explica Mora. Ante las edades de la Tierra, los 80 o 100 años que puede vivir una persona no alcanza a ser ni un parpadeo para el planeta. Eso es algo que a ella le apasiona: “Ver lo pequeño que somos como humanos en el tiempo terrestre, en el tiempo geológico”. Dice que estudiar estos fenómenos le ha servido para tomar conciencia de que la preocupación por la basura, el cambio climático y el medio ambiente no tiene que ver solo con “cuidar el planeta”: “Nosotros queremos tomar medidas para que la especie humana pueda seguir viviendo sobre la Tierra, porque el planeta […] puede quedar lleno de plástico, puede tener unas temperaturas extremadamente altas para la vida, pero a la Tierra dale miles y millones de años y se las va a arreglar”.

Con el tiempo, los procesos geológicos destruirán todo vestigio de la humanidad: edificios, vertederos, plásticos, carreteras y huesos serán literalmente engullidos por las rocas. “Y, probablemente, en millones y millones de años va a generar vida de nuevo. Pero [enfrentar] el problema […] del cambio climático, de la contaminación, del plástico, […] de los recursos, es para la especie humana, es para nosotros, es para que nosotros sigamos viviendo. Porque la Tierra, como planeta, va a seguir existiendo igual”.

Las misiones baratas al cinturón de asteroides

En julio de 1799, las tropas napoleónicas desenterraron una antiquísima fortaleza en la localidad de Rashid (llamada “Rosetta” por los franceses), en la costa norte de Egipto. Entre otros tesoros, los soldados descubrieron una piedra de más de 700 kg que fue usada como material de construcción para la fortaleza. En ella, había un texto escrito en tres idiomas distintos: jeroglíficos, demótico y griego antiguo. Los estudiosos del Instituto de Egipto en El Cairo comprobaron que se trataba de tres versiones del mismo texto, un decreto sacerdotal en honor al farón Ptolomeo V, que databa del año 196 a.C. Se trata del primer texto plurilingüe antiguo descubierto en tiempos modernos y que, en 1822, sirvió al historiador francés Jean-François Champollion para descifrar los jeroglíficos egipcios.

En el Desierto de Atacama también hay “muchas piedras de Rosetta”, grafica la geóloga Millarca Valenzuela. Pero no son textos escritos en lenguas muertas: son meteoritos, rocas provenientes del espacio, que “cuentan una parte de la historia del origen de la Tierra, del origen de la vida”, dice ella.

Valenzuela nació en Antofagasta, una ciudad ubicada en pleno desierto, donde cursó su enseñanza escolar. Luego se trasladó a Santiago para estudiar geología y hacer su doctorado en la Universidad de Chile. Pero mientras la mayoría de sus colegas se dedicó a estudiar los procesos geológicos más tradicionales, o se dedicó a aplicar sus conocimientos a la industria minera, ella se fijó en algo que no parecía interesarle a nadie más: los meteoritos.

El Desierto de Atacama es un lugar donde confluyen el pasado remoto y el espacio: no solo es el desierto más árido del mundo, sino también la región que se ha mantenido consistentemente árida por más tiempo en la Tierra (desde hace unos 25 millones de años). Sus cielos límpidos son ideales para instalar telescopios -que son portales al pasado– y su suelo, con muy bajos factores de erosión, preserva muy bien y durante muchísimo tiempo los meteoritos que han caído en él. Mientras que en la mayor parte de la Tierra los meteoritos no sobreviven más que unas cuantas decenas de miles de años, en el Desierto de Atacama se han encontrado meteoritos que cayeron hace dos millones de años: solo en la Antártica se pueden encontrar meteoritos tan antiguos. De hecho, en ese continente es donde se ha encontrado la mayor cantidad de meteoritos: el 72% de todos los meteoritos estudiados proviene de la Antártica, mientras que un 24% proviene de desiertos cálidos (principalmente del Desierto del Sahara, la península arábiga, Australia y el sudoeste de Estados Unidos).

Aun así, cuando ella trató de conseguir apoyo para su trabajo, en Chile solo le desearon buena suerte. “Era la única interesada en estudiar meteoritos, porque Chile es un laboratorio natural para muchos otros temas geológicos. Pero había otras prioridades”, opina Valenzuela. Por ello, sus primeros colaboradores fueron científicos brasileños y franceses. “Siendo la única, tienes que crearlo todo. Comenzar una línea [de investigación] nueva”.

Pese a la abundancia de meteoritos en el Desierto de Atacama, en 2005 solo se habían recuperado 64 piezas. Uno de los descubrimientos de la tesis doctoral de Valenzuela (2011) es que en Atacama existen zonas con alta densidad de meteoritos: dichas zonas tienen de decenas a centenares de veces más meteoritos que el promedio para las superficies del planeta. 

Actualmente, y tras las numerosas expediciones que ha dirigido o en las que ha participado, han encontrado más de 1.000 ejemplares, la mayoría de ellos albergados en la colección del Cerege (Centro Europeo de Investigación y Enseñanza de las Geociencias y del Medioambiente), en Francia, y una pequeña parte en el repositorio de meteoritos del Servicio Nacional de Geología y Minería (Sernageomin).

Valenzuela y uno de sus equipos de trabajo deben caminar en forma metódica por horas bajo el sol del desierto para encontrar las preciadas rocas espaciales. La cooperación es mucho más efectiva que la competitividad para realizar un buen trabajo, afirma la geóloga: “El trabajo solitario hace perder diversidad y puntos de vista”. Créditos: Millarca Valenzuela.

Con su trabajo, sus charlas y presentaciones en congresos, Valenzuela ha despertado el entusiasmo de varios profesores de geología en Chile. Esto significa, sin embargo, más trabajo: ha formado a otros geólogos en las técnicas de búsqueda, identificación y cuidado de los meteoritos, además de apoyar a otros académicos en la formación de estudiantes. Todo esto mientras coordina su trabajo en el Sernageomin -donde es curadora del Repositorio Nacional de Meteoritos-, en el Instituto Milenio de Astrofísica -donde es investigadora adjunta- y sus expediciones al desierto.

La historia que esconden los condritos

“Los meteoritos son un puente entre el cielo y la tierra”, dice Millarca Valenzuela. “Cada meteorito tiene una historia diferente que contar”: algunos hablan sobre la composición del sistema solar primigenio, sobre el paleomagnetismo, sobre el origen de los componentes básicos de la vida y cómo llegaron a nuestro planeta.

¿Cómo se distingue un meteorito de una piedra cualquiera? “Quedan vestigios de su paso por la atmósfera, tienen una forma y un color particular”, explica la geóloga: algunas de esas marcas son una cubierta vítrea, como de vidrio negro. Pero después de un tiempo en la Tierra, esta cubierta suele oxidarse y el meteorito adopta un color marrón-rojizo. Habitualmente, son más pesados y densos que otras rocas -debido a su alta concentración de hierro y níquel-, tienen forma irregular -nunca son redondos- y son muy distintos a las rocas que hay en la zona donde caen.

Los meteoritos suelen destacar en su entorno: están compuestos por minerales distintos y han sido expuestos a condiciones muy diferentes a las rocas que los rodean. Créditos: Millarca Valenzuela.

Valenzuela explica que una fracción muy pequeña de los meteoritos proviene de la Luna y Marte: la gran mayoría (el 99,8% de ellos) proviene del cinturón principal de asteroides, una región entre las órbitas de Marte y Júpiter donde se ubican entre 700 mil y 1,7 millones de asteroides de los tamaños más diversos. El más grande, Ceres, tiene 952 km de diámetro y es considerado un planeta enano, pero apenas unos 200 tienen un tamaño superior a los 100 km: la gran mayoría es poco más que polvo y piedras espaciales. Además, a diferencia de las películas de ciencia ficción, los asteroides están repartidos en un área tan grande que resulta casi imposible chocar con uno por accidente. Uno de ellos, el asteroide 11819, fue bautizado como “Millarca” en 2017 en honor a la primera chilena completamente dedicada al estudio de meteoritos.

Como la gran mayoría de los meteoritos proviene de esa región del sistema solar, Valenzuela dice que el estudio de estas rocas “son las misiones baratas al cinturón de asteroides”. Como la sonda Dawn, que ha estudiado en profundidad el asteroide Vesta y el planeta enano Ceres. Pero aquí no se requieren presupuestos gigantescos, cohetes y una agencia como la NASA para estudiar rocas espaciales. Basta salir a recorrer el desierto con el equipo y la formación suficiente. Y, mejor todavía, los meteoritos permiten analizar en detalle estas muestras, con muchos más instrumentos de los que puede cargar una sonda espacial.

Entonces, ¿de qué están hechos y qué información esconden? Uno de los datos que nos han brindado los meteoritos es la edad del sistema solar: 4.568 millones de años. Algunas de estas rocas se formaron en esas época remotas y, por lo tanto, son muestras de la composición primitiva del Sol y los planetas.

Valenzuela dice que la gran mayoría (sobre el 90%) de los meteoritos son “condritos ordinarios”: están compuestos principalmente por silicatos de hierro y magnesio, más aleaciones de hierro-níquel y sulfuros de hierro. Hay otros meteoritos, mucho más escasos que los condritos ordinarios, que son más ricos en hierro que en silicatos -los sideritos-, pero en Chile son anómalamente abundantes: según explica la geóloga, esto se debe a que en el desierto son fácilmente reconocibles. Además, su equipo descubrió un ejemplar de condrito que no pertenece a ninguna clasificación anterior: el meteorito El Médano 301. Los análisis realizados sobre este condrito sugieren que se formó en una zona de la nebulosa solar que está más cercana al Sol que el resto de los condritos conocidos.

Finalmente, los condritos carbonáceos representan alrededor de un 3% de todos los meteoritos en la Tierra, pero son un objeto de estudio fundamental. Están compuestos principalmente por silicatos (olivino y piroxeno), muy poco o nada de metales, una cantidad baja (hasta un 2%) de carbono en materias orgánicas como hidrocarburos y una cantidad mínima, pero fundamental, de aminoácidos y ácidos nucleicos: en dos de ellos incluso se descubrieron azúcares. Es decir, estas rocas espaciales contienen algunos de los componentes esenciales para la vida terrestre. Es muy posible que esta materia orgánica haya “llovido” sobre la Tierra primitiva en forma de cometas, meteoritos y micrometeoritos, aunque aún no se sabe si esto influyó en el surgimiento de la vida o si jugó algún papel en la evolución.

Aunque se trata de muestras que han sufrido daños y “contaminación” al exponerse a la atmósfera terrestre, siempre será muchísimo más barato estudiar un meteorito que enviar una sonda al cinturón de asteoirdes. Créditos: Millarca Valenzuela. 

Esto da cuenta de lo valiosas que son estas rocas y lo preocupante de algunas personas que, al encontrarlas, no las reportan debidamente a alguna institución científica, con lo que se pierde información importante. Por ello, Valenzuela también ha sido pionera al invitar a sus charlas y cursos de formación a coleccionistas privados de meteoritos. “Las relaciones entre científicos y coleccionistas privados no siempre son fáciles, dado que han habido varios desencuentros en el pasado”, dice Valenzuela. Una costumbre arraigada en las personas que buscan meteoritos es ponerles un imán, lo que altera sus propiedades magnéticas, borrando información valiosa que sirve para dilucidar si los asteroides desde los que se formaron tenían núcleos de hierro en una época temprana. Los coleccionistas que participan en sus charlas “salen agradecidos de ser considerados como parte de esta creciente comunidad que pone en valor los meteoritos, instruidos en cómo cuidarlos y cómo pueden aportar al conocimiento científico con sus descubrimientos”, dice Valenzuela. Al final de estas actividades, ellos entienden la importancia de llevar sus hallazgos a museos que puedan preservarlos a futuro.

Lo que está claro es que, año tras año, los meteoritos del Desierto de Atacama se han vuelto muy atractivos, no solo para los científicos, sino también para los coleccionistas privados. Su estudio nos brinda nuevas luces para entender los orígenes de la Tierra y de la vida: por ello, Millarca Valenzuela los califica como “patrimonio geológico” de Chile y advierte sobre la necesidad de protegerlos. Uno de los avances conseguidos con esta lucha fue impulsar un proyecto de ley para otorgarles resguardo patrimonial. Sin embargo, el proyecto fue archivado en marzo de este año y no hay luces sobre si podría ser replanteado por el Congreso. Probablemente hay “otras prioridades”, tal como le ocurrió a ella cuando decidió especializarse en esta área.

Pero, independientemente de lo que determinen las leyes, tanto Cindy Mora como Millarca Valenzuela continuarán recolectando y analizando las piezas de un complejo rompecabezas. Un puzle que podría revelar por qué la Tierra es una anomalía en el Sistema Solar: un planeta exuberante de vida, que quizás les debe su fertilidad a los latidos de la roca y a los compuestos orgánicos que trajeron los meteoritos.