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Científicas extremas IV. Día y noche, pasado y futuro

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POR jorge Román |

En el episodio final de Científicas Extremas, conoceremos a una neurocientífica que estudia la extraña conexión genética entre las moscas y los seres humanos y a una arqueóloga que revela cómo vivieron y cambiaron los habitantes de la Patagonia

El ser humano no está aislado de su medio ambiente. Al contrario: este le afecta día a día y, muchas veces, de maneras apenas perceptibles.

Cambios en el tiempo, mayor o menor luz o la calidad del aire que respiramos pueden provocar cambios fisiológicos y sicológicos. Si ocurren cambios mayores, como la alteración del clima de una región, grupos humanos enteros pueden verse forzados a buscar tierras más acogedoras. O, al revés, un área puede volverse adecuada para vivir luego de que se derritan los glaciares y nazcan lagos llenos de peces. A nivel individual, el adoptar un trabajo que nos obligue a trastocar nuestros horarios (por ejemplo, debemos dormir de día y laborar de noche) también va afectando nuestro estado de ánimo y nuestra salud.

Este último episodio de Científicas Extremas aborda precisamente estos temas: cómo los cambios ambientales afectan a las personas. Cómo el ciclo día y noche está tan integrado en nuestro organismo que tenemos un sistema bioquímico que lo regula, y cómo una región extrema, que se ha visto sometida a grandes transformaciones climáticas y luego culturales —la colonización de origen europeo— fue modificando el comportamiento de los grupos humanos que la habitaban. Hablaremos del día y la noche, de cómo el pasado forjó nuestro presente y este, a su vez, influye en nuestro futuro.

Además, este episodio aborda otra característica de la ciencia: la ausencia de fronteras. Si bien estas tienen gran importancia a nivel político y social (basta ver el impacto que ha causado el fallo de la Corte Internacional de Justicia por la demanda marítima boliviana), a nivel geográfico, humano y científico las fronteras y las nacionalidades tienen poca relevancia. La ciencia, de hecho, se construye a través de la colaboración entre grupos científicos de distintas nacionalidades: así, veremos que un laboratorio en Valparaíso trabaja con colegas en Brasil y cómo los arqueólogos y antropólogos de Chile y Argentina comparten sus descubrimientos sobre la Patagonia, una región que nunca conoció fronteras.

Los relojes de las células

¿Qué tienen en común las moscas con el sueño y con el autismo? Esta es una pregunta difícil de responder sin explicar lo que es el reloj biológico, el mismo que sale a colación cada vez que se habla de cambiar al horario de verano o cuando se viaja en avión a un país con un huso horario distinto.

En 2017, Jeffrey C. Hall y Michael Rosbash (de la Brandeis University), junto con Michael W. Young (de la Rockefeller University) recibieron el Premio Nobel por descubrir cómo los organismos coordinan su conducta y fisiología con la rotación del planeta Tierra. Si bien esto parece ser algo esotérico, lo cierto es que el fenómeno se conoce empíricamente desde el siglo XVIII: en ese entonces, el astrónomo Jean Jacques d’Ortous de Mairan estudiaba unas plantas llamadas mimosa, que tienen la particularidad de cerrar sus hojas durante la noche. Lo que entonces se creía es que la planta sentía la luz solar y la ausencia de ella. D’Ortous demostró que esto no era así: guardó las mimosas en un lugar completamente a oscuras y se dio cuenta de que seguían cerrando y abriendo sus hojas a las horas correspondientes: acababa de descubrir el reloj biológico.

Gran parte de los organismos, incluyendo los seres humanos, también tienen este reloj. Durante el siglo XX, hubo muchos científicos que investigaron sobre los ciclos de sueño y vigilia: unos estadounidenses se encerraron en una cueva por un mes en 1938; un espeleólogo francés se encerró por meses en cuevas (en distintas ocasiones) entre los 23 y los 60 años para estudiar cómo su cuerpo cambiaba sus ciclos y su mente perdía la noción del tiempo. En la década de 1970, se harían experimentos similares con grupos de personas.

Con esto se demostró que, como muchos vegetales y el resto de los mamíferos, los humanos también tienen un reloj biológico. Es más: eventualmente se descubrió que este reloj no está solo en el cerebro, sino en cada una de las células del cuerpo. Esto significa que tener un reloj biológico es mucho más que simplemente responder a la luz del sol: el organismo puede anticiparse al día y la noche antes del atardecer y el amanecer, para así prepararse mejor a las actividades correspondientes. Las plantas arman los compuestos que necesitan para hacer fotosíntesis antes de que llegue la luz, el ratón se esconde antes de que asomen los primeros rayos de sol…

En los seres humanos, hay neuronas localizadas en el hipotálamo del cerebro que son las encargadas de enviar la señal de “tiempo” hacia el resto del cuerpo, explica la neurocientífica Angelina Palacios, investigadora postdoctoral de la Pontificia Universidad Católica de Chile y que ha realizado su investigación en el Centro Interdisciplinario de Neurociencia de Valparaíso (CINV). Además, el cuerpo humano posee numerosos relojes periféricos en órganos como el corazón, páncreas, pulmones, riñones o hígado que se encuentran sincronizados con el reloj del cerebro: esto dirige los procesos fisiológicos y las conductas que el organismo lleva a cabo de manera periódica y en un tiempo puntual. Es decir, el cuerpo humano se ha adaptado por completo a los ciclos diurnos-nocturnos del planeta.

El “cronómetro” interno regula los cambios que ocurren durante el día en los latidos del corazón, la presión arterial, la respiración, la actividad reproductiva, niveles hormonales, temperatura corporal, metabolismo, patrones del sueño, estados de alerta y hasta la sensibilidad a fármacos, entre otros procesos. Por lo mismo, cualquier alteración en este reloj interno podría derivar en algún trastorno o incluso podría provocar algunas enfermedades.

El funcionamiento del reloj biológico empezó a entenderse en 1984: ese año, los científicos ganadores del Nobel, trabajando con la drosophila melanogaster (más conocidas como “mosca del vinagre”), consiguieron aislar un gen que codifica una proteína llamada PERIOD, que se acumula durante la noche y se degrada durante el día, además de otros mecanismos químicos que regulan lo que se conoce como los ritmos circadianos. ¿Y por qué con estas moscas? “Porque compartimos mucho material genético con ellas”, dice Palacios, lo que hace de esta mosca un “organismo modelo” para entender procesos que ocurren en el ser humano. Así, entender lo que pasaba con este insecto “fue directamente relevante para entender cómo funciona nuestro reloj”, explica la neurocientífica.

Según Palacios, alrededor del 70% de los genes humanos tienen homólogos (es decir, cumplen las mismas funciones) en la drosophila melanogaster. Además, un 61% de los genes de enfermedades humanas conocidas (y un 70% de los genes relacionados con cáncer en humanos) tienen homólogos en esta mosca.

El CINV tiene un bioterio donde cultivan y alimentan estas pequeñas moscas que pueden vivir hasta 60 días si les renuevan la comida, que consiste principalmente en agar, azúcar y jugo de frutas. Créditos: CINV Valparaíso

Palacios y el equipo de investigación del CINV analiza los ciclos de sueño y la actividad cerebral de la drosophila: esto les ha brindado varias claves sobre el sueño humano. Por ejemplo, forzarse a tener actividad en periodos que deberían dedicarse al sueño causa un aumento en las hormonas de estrés y, cuando se convierte en un acto sostenido en el tiempo, puede generar hipertensión y diabetes, entre otros problemas de salud. Por supuesto, cambios pequeños (de una o dos horas) no afectan tanto como los grandes (de 12 horas para quienes trabajan en turnos nocturnos). Además, los efectos más nocivos se producen luego de años viviendo con estos horarios trastocados y todas estas consecuencias son irreversibles. Incluso las modificaciones pequeñas pueden ser peligrosas: “El cambio de horario de primavera causa un aumento de un 5% en la frecuencia de ataques cardíacos”, explica en el siguiente video John Ewer, investigador del CINV.

Además de genes homólogos de reloj biológico y de ciertos tipos de cáncer, se han descubierto otras conexiones que permitirían realizar avances importantes en diversas áreas de la medicina.

Incluyendo los trastornos del espectro autista.

Las moscas que no danzan

Angelina Palacios creció en Curacaví, con una madre química que le inculcó desde pequeña su interés por la ciencia. Ella misma, siendo niña, se interesaba por recoger y estudiar insectos y plantas. Quizás fue esa combinación de factores lo que la impulsó a estudiar bioquímica. Al poco andar, se cansó del trabajo en los hospitales (donde hizo la práctica) y optó por la investigación. Y durante la realización de su tesis para obtener el grado de doctora en ciencias mención neurociencias por la Universidad de Valparaíso, empezó a trabajar con moscas y el ritmo circadiano.

“Las drosophilas son insectos muy sociales”, cuenta la neurocientífica. “Una actividad muy importante para las drosophilas es el cortejo, un ritual que implica acercamientos, interacciones, danzas… Pero descubrimos que hay moscas que no tienen esta habilidad o la tienen poco desarrollada”.

Los trastornos del espectro autista (TEA) se caracterizan por una amplia variedad de síntomas que afectan sobre todo la problemas en la comunicación y el lenguaje, déficit en la capacidad de interacción social y la capacidad de adaptarse al mundo, así como conductas repetitivas con interés restringido. Las causas de este trastorno del desarrollo no están del todo claras, pero se sospechan factores genéticos y de ambiente.

¿Sería posible que las moscas que no quieren danzar tengan el equivalente de TEA para su especie? Y si es así, ¿se parece a los TEA que conocemos en seres humanos?

Estas pequeñas drosophilas son dormidas para poder estudiar el comportamiento de sus funciones biológicas durante el sueño. Créditos: CINV Valparaíso

El CINV trabaja junto con un equipo de Brasil que les informa sobre los genes mutados en personas con TEA: muchos de estos genes afectan el sistema nervioso. Al analizar las moscas con mutaciones en estos genes descubrieron un símil: “Estas drosophilas presentan alteraciones en la conducta social y en el control homeostático del sueño”, explica Palacios. No es que el reloj biológico mismo esté dañado, pero sí los mecanismos bioquímicos que comunican el reloj biológico con el resto de los órganos. Esto parece coincidir con una observación conocida: entre un 44 y un 83% de quienes tienen algún TEA sufren además un daño en la regulación del ciclo sueño-vigilia y bajos niveles de melatonina, lo que sugiere una alteración en su sistema circadiano. “Eso acentúa algunos de sus rasgos”, dice Palacios. “Por ejemplo, se vuelven más irritables”. Además, estas moscas con genes “mutantes”, similares a los de personas con TEA, tienen alteraciones en funciones cognitivas como la memoria y el aprendizaje.

“Todavía sabemos poco del reloj biológico”, explica Palacios. “Sabemos que […] en todas las células y órganos hay mecanismos con los que se comunica con el reloj biológico de otros órganos (hígado, estómago, corazón…), pero estos mecanismos aún son desconocidos”. Pero como lo que está dañado no es el reloj biológico mismo, sino su forma de comunicarse, se puede concluir que este es un sistema muy robusto, sostiene Palacios.

¿Significa esto que en el CINV están descubriendo las causas del autismo? Es algo demasiado aventurado. Primero, porque el daño los mecanismos del reloj biológica podría ser una de las consecuencias de otros procesos que causan los TEA, no una causa. Y, segundo, tal como explica la neurocientífica, aún no hay estudios definitivos que demuestren que la actividad del reloj biológico se encuentra alterada en personas con TEA. Por ello, el equipo del CINV se está enfocando en conocer con mayor profundidad la forma en que las células y los órganos se comunican entre sí para hacer que los seres vivos se sincronicen con los ciclos diarios.

Aun así, estos estudios son relevantes porque dan nuevas luces sobre  los TEA y quizás permitan desarrollar terapias clínicas para mejorar la calidad de vida de quienes viven con estos trastornos. Y los está desarrollando un equipo de mujeres y hombres que trabaja en Valparaíso.

Cazadores de la Patagonia

En el extremo de Chile se rompe el planeta:

el mar y el fuego, la ciencia de las olas,

los golpes del volcán, el martillo del viento,

la racha dura con su filo furioso,

cortaron tierras y aguas, las separaron: crecieron

islas de fósforo, estrellas verdes, canales invitados,

selvas como racimos, roncos desfiladeros

en aquel mundo de fragancia fría

Rhodo fundó su reino.

Así describe Pablo Neruda la Patagonia en su obra La espada encendida (1970). El retrato no es exagerado: esta región geográfica y cultural, ubicada al extremo austral del Cono Sur, tiene una superficie de más de un millón de kilómetros cuadrados —aproximadamente el mismo tamaño que Francia y Alemania juntos— y una población que, en la actualidad, no alcanza los 2,5 millones de personas. De una manera similar y a la vez muy distinta al Desierto de Atacama, la Patagonia es un lugar donde el paisaje devora al ser humano.

Por eso no es extraño que la doctora en arqueología Amalia Nuevo Delaunay haya quedado prendada de esta zona: “Mi familia paterna es patagónica argentina, de la provincia de Santa Cruz. Entonces, pasamos muchas veces los veranos en el campo de mis abuelos. En ese tiempo, sin teléfono, sin celulares, sin ninguna distracción, la diversión era salir a caminar por el campo. Y creo que ahí nació mi interés por la arqueología, porque salía a caminar y, como sucede aquí en Patagonia, uno se cruza (y en tantos otros lugares) con sitios arqueológicos”.

Sector de un sitio arqueológico en lago Cochrane, Región de Aysén. Créditos: Amalia Nuevo Delaunay

Nuevo Delaunay es investigadora residente del Centro de Investigación en Ecosistemas de la Patagonia (CIEP), ubicado en Coyhaique. Su acento bonaerense la delata “a los dos segundos”, asegura, pese a que vive y trabaja desde hace 10 años en Chile.

Obtuvo su licenciatura y su doctorado en arqueología en la Universidad de Buenos Aires y tuvo la oportunidad de trabajar en aquella región que tanto le fascinó en su infancia. En una de las Jornadas de Arqueología de la Patagonia, que se realizan cada cuatro años y convocan a investigadores de ambos lados de la cordillera, conoció a quien se convertiría en su marido, quien estudió en Chile. Ella se mudó entonces a la Región de Aysén y continuó estudiando la Patagonia, pero la chilena. Aunque, según explica, esta distinción es ficticia: “Las fronteras son una creación histórica reciente”. Dice que, en general, los equipos que estudian la Patagonia ignoran estos límites porque, arqueológicamente, la Patagonia “es una sola”.

A lo largo de toda su historia, la Patagonia solo fue habitada por grupos cazadores-recolectores, a diferencia de otras regiones, donde en tiempos más tardíos surgieron comunidades que desarrollaron el pastoreo o una agricultura incipiente. Esto cambió solo cuando llegaron los primeros colonos de origen europeo. Por su carácter nómada, los patagónicos prehispánicos recorrían enormes distancias en busca de territorios más propicio para la caza o para intercambiar bienes con otras comunidades. De hecho, la movilidad es uno de los aspectos que más ha estudiado Nuevo Delaunay con su equipo de investigación.

Las pinturas del abrigo rocoso Los Toldos en Patagonia central (en las inmediaciones del lago General Carrera) tienen una antigüedad cercana a los 10.000 años. Créditos: Consejo de Monumentos Nacionales de Chile

La arqueóloga explica que el desplazamiento de los grupos humanos se puede analizar a través del movimiento de material. Por ejemplo, un elemento característico de la Patagonia son las herramientas hechas de obsidiana, una piedra de origen volcánico negra y brillante, un “vidrio volcánico”, como la describe Nuevo Delaunay. Cada volcán produce una obsidiana con características únicas, un “carné de identidad”, como lo llama la arqueóloga. Estas características pueden ser identificadas utilizando técnicas como la fluorescencia de rayos X y así determinar en qué volcán exacto se originó: “Una obsidiana viene de la zona de Chaitén, otras del noreste de la Patagonia argentina, otra obsidiana viene de Pampa del Asador, en la estepa patagónica argentina, y estamos hablando de distancias que a veces son de pocos kilómetros pero otras veces son distancias de 300 km”, explica Nuevo Delaunay. “Eso nos habla de movilidad y de cómo estaba conectada una región que hoy, por cuestiones políticas, históricas, se siente más aislada”.

Uno de los objetos de estudio más interesantes de la Patagonia son los chenques: entierros habitualmente individuales cubiertos por piedras ovaladas. En los chenques suelen encontrarse restos arqueológicos (cerámicas, herramientas, puntas de flecha, objetos decorativos…) pero es común que, a lo largo de la historia, hayan sido saqueados. Aun así, a veces pueden encontrarse interesantes tesoros en ellos: Nuevo Delaunay cuenta que, en un chenque saqueado de unos 700 años de antigüedad, encontraron dos aros de metal que no fueron vistos por quien había abierto la tumba. “Es algo bien peculiar, porque los grupos de Patagonia generalmente no trabajaban el metal”, explica Nuevo Delaunay. Además, los aros son muy similares a aros diaguitas. “Y no solo es eso: el metal con el que estaban hechos tenía rastros de estaño”, estaño que debe provenir de yacimientos en el altiplano boliviano o en el noroeste argentino. Es decir, esa persona enterrada en la Patagonia podía estar unida no solo con una cultura ubicada en la Región de Coquimbo, sino también con alguna que extraía metales en zonas a más de 2.000 o quizás 3.000 km al norte. “Eso no significa que las poblaciones de Aysén se movieran hasta esos lugares ellas mismas”, dice Nuevo Delaunay, pero sí que los aros formaban parte de un flujo de personas y materiales entre regiones muy distantes.

 Este es uno de los dos aros de 700 años de antigüedad recuperados del sitio arqueológico tipo chenque BN29 en el valle del río Ñirehuaola, Región de Aysén. Créditos: Amalia Nuevo Delaunay

La llegada de los colonos europeos y, posteriormente, el nacimiento de las naciones chilena y argentina transformaron radicalmente las comunidades humanas de la Patagonia. Uno de los episodios más conocidos y más tristes de este contacto fue el genocidio de los selk’nam, aunque también hubo otros menos traumáticos. Uno de ellos fue la introducción del caballo y del vidrio, que empezó a reemplazar la obsidiana en herramientas como los raspadores de cuero. En Tierra del Fuego incluso aparecen puntas de flecha hechas de vidrio. El caballo, en tanto, facilitó enormemente la movilidad de los grupos humanos de la Patagonia. Además, hay herramientas de estas comunidades que “maridaron” muy bien con el caballo, como las boleadoras, que se hicieron aun más frecuentes a medida que incorporaban estos equinos a su vida diaria.

La arqueología del cigarrillo

La arqueología es una de las ciencias que menos responde al estereotipo del investigador solitario que hace grandes descubrimientos. “Al contrario”, explica Nuevo Delaunay, “los equipos de investigación son grandes y, en muchos casos, no solamente formados por arqueólogos, sino […] que son interdisciplinarios: hay gente que estudia el clima del pasado, gente que estudia el paisaje del pasado”. Esto resulta de especial importancia cuando se estudian sitios arqueológicos tempranos: no se puede asumir que el paisaje de hace 12.000 años (la edad de sitios como Cueva la Vieja, en Aysén) era el mismo de la actualidad. Hace miles de años, gran parte de la Patagonia estaba cubierta por glaciares o había lagos que más tarde se secaron.

Sitio arqueológico “Valiente” (Tilama, Región de Coquimbo) de 12.700 años de antigüedad. Nuevo Delaunay no solo trabaja en la Patagonia: también ha formado parte de investigaciones arqueológicas en la Zona Central y el Norte Chico. Los estudios arqueológicos necesitan la colaboración de múltiples personas, en este caso, arqueólogos y estudiantes. Créditos: Amalia Nuevo Delaunay

Sin embargo, la arqueología también puede trabajar con fenómenos mucho más recientes. Nuevo Delaunay afirma que esta ciencia estudia “las actividades humanas pasadas a través de los restos materiales”, pero esas actividades humanas pasadas “pueden ser de hace 10 minutos, como pueden ser de hace 12.000 años atrás”. Para ejemplificarlo, cuenta sobre un proyecto que desarrolló en Santiago y que, nuevamente, dialoga con otra disciplina: en este caso, las ciencias de la salud.

Nuevo Delaunay y una colega suya, Javiera Letelier, quedaron impactadas por la alta prevalencia del tabaquismo en la juventud chilena: alrededor de un 15% de los adolescentes entre 13 y 15 son fumadores, según la Encuesta de Tabaquismo en Jóvenes aplicada por el Ministerio de Salud en 2016. Como estas cifras se basan en encuestas, las arqueólogas se preguntaron si las respuestas reflejaban la realidad: “Si a uno le preguntan cuántos caramelos come en la semana y uno dice tres, pero si a uno le contaran los papeles de caramelo que aparecen en el cesto de basura, podría haber 20”.

Entonces, las arqueólogas, con ayuda de sus estudiantes, trabajaron en nueve plazas del centro de Santiago, estudiándolas con una periodicidad mensual y aplicando la metodología de prospección, que consiste en cuadricular un espacio para analizarlo en forma metódica. Recogían los materiales encontrados (las colillas) a lo largo de las líneas trazadas y pudieron comparar la diferencia de comportamiento en meses de verano y de invierno. Además, estudiaban cada colilla en forma grupal e individual: dónde se concentraban y cómo se agrupaban, cómo había sido apagada, cuál era la marca (los más caros difícilmente habrían sido consumidos por jóvenes mientras que las marcas con saborizantes se asocian a adolescentes y niños), si tenía lápiz labial marcado… Su hipótesis es que un estudio de estas características permitiría “decir cosas que no se estaban viendo reflejadas en las encuestas”.

Nuevo Delaunay trabajó en este proyecto durante dos años y lo presentó a un Fondecyt para implementarlo a nivel nacional, pero quedó en lista de espera y no lo ganó. “Algún día resultará”, afirma. Siguiendo esta línea, ella dice que se podría hacer arqueología de la basura para averiguar las prácticas de consumo de la gente (algo que hacen otros equipos de investigación en el mundo), lo que podría impactar en políticas públicas o intervenciones sociales. “La arqueología no solo permite conocer nuestro pasado: nos permite reflexionar acerca de nuestro presente y actuar sobre nuestro futuro”, afirma.

De microorganismos a seres conscientes

De las moscas a la Patagonia. De la salud humana a la vida diaria en comunidades cazadoras recolectoras. La ciencia no siempre responde las preguntas que le hacemos. O, peor aun, responde con nuevas preguntas. Pero es un método para generar conocimiento tan fiable, que hoy en día podemos salvar la vida de personas que hace apenas un siglo habrían estado condenadas a morir por una simple apendicits.

A través de esta serie, hemos ido descubriendo también cómo la ciencia nos demuestra la interconexión de nuestra existencia con fenómenos lejanos o invisibles: el microbioma, el cambio climático que sienten las estrellas de mar, los terremotos y volcanes que modifican el mundo, los meteoritos que trajeron los ladrillos de la vida, los planetas gigantes que podrían defendernos de los meteoritos y cometas, los materiales de tamaño atómico que están revolucionando el mundo. Y, ahora, la conexión genética que tenemos con las moscas y la historia de cambios y transformaciones de los grupos humanos de la Patagonia que nos hablan de lo dependientes que somos de nuestro entorno.

Se trata de conocimiento de punta que se desarrollan mujeres en Chile, pese a las dificultades económicas, pese a las barreras que enfrentan las científicas (muy mayores a las de los hombres). Tal como explicó a PAUTA.cl la microbióloga Cristina Dorador, el descubrimiento científico pareciera ser “una cosa que aparece de un día para otro y no lo es”.

Detrás de cada hallazgo científico hay años (a veces décadas) de estudio, aprendizaje, experimentos, fracasos y pequeños éxitos, todo metódicamente documentado y analizado. Hay equipos de trabajo que colaboran con otros grupos en otras ciudades o en otros países, hay conocimiento acumulado y, a veces, también hay falta de seriedad o derechamente mala ciencia. Pero esto no le quita valor a la ciencia bien hecha. Más aun: la ciencia de primer nivel, hecha en un país con baja inversión en investigación y desarrollo, y hecha fuera de la capital tiene, según Dorador, “un doble valor respecto a la hecha en Santiago, porque hay muchas barreras para hacer investigación en regiones”.

Es en reconocimiento a estas dificultades que decidimos hacer esta serie. Hay muchas otras historias de científicas que hacen investigaciones fascinantes y asombrosas en Chile. Porque en este mundo, aún hay mucho por descubrir.