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Juche: la fabricación ideológica de Kim Il-Sung

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POR Eduardo Olivares |

A partir de un pasado sometido al colonialismo japonés, el fundador de Corea del Norte pensó en ideas de autonomía que mezcló con los valores confucianos.

La República Popular Democrática de Corea, el nombre oficial de Corea del Norte, nació poco antes de la Guerra de Corea (1950-1953) y su régimen estuvo dirigido desde entonces por Kim Il-Sung. Su período concluyó con su muerte, en 1994, cuando el liderazgo oficial pasó a manos de su primogénito, Kim Jong-Il. Desde el fallecimiento de este último, en 2011, el poder reside en su hijo Kim Jong-Un.

La dinastía de los Kim, por lo tanto, es la responsable de lo que hoy vemos en Corea del Norte. Amparados inicialmente en la ideología comunista que se esparció por todo el sudeste asiático tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, los seguidores de Kim Il-Sung pronto convirtieron a su líder en un guía total con características casi divinas. En rigor, hubo un tratamiento de realeza al individuo que consiguió encabezar un proyecto de sociedad que buscaba devolverles a los coreanos su identidad nacional.

Durante la Guerra de Corea, fue China –y no la Unión Soviética– la que proporcionó asistencia directa. Kim Il-Sung vio allí la oportunidad para distanciarse de los modelos que no tuvieran un sentido nacionalista. En esa búsqueda de un modelo diferente del que proyectaban soviéticos y chinos, Kim Il-Sung no deseaba una ideología marxista-leninista clásica, pues no se ajustaba al modo de ser de su pueblo. Pese a ello, la elaboración de un marco teórico para sustentar su régimen fue tardía. Tras el fin de la guerra, la prioridad de Kim se enfocó en el ordenamiento territorial del país y en un reguero de purgas de colaboradores, entre ellos varios de sus más estrechos camaradas.

El culto a su personalidad se profundizó. Con ello garantizaba no sólo su eternización en el cargo, sino que además promovía una cierta unidad del pueblo norcoreano. En su infatigable capacidad para plantar símbolos, con los años se erigieron estatuas gigantes suyas, y se determinó que espacios públicos y hogares utilizarían su imagen. Kim Jong-Il haría décadas después el mismo ejercicio de egolatría.

El camino hacia un sistema ideológico autóctono surgió en esa misma década, pero recién en los años 60 se masificó. Hurgando en las tradiciones vernáculas coreanas, Kim Il-Sung presentó lo que en Occidente se ha conocido como la Idea Juche—en coreano se dice Chuch’e. A través de discursos y luego de publicaciones, el Juche se convirtió en la columna vertebral de la ideología nacional de Corea del Norte.

La lógica Juche

La traducción más utilizada para Juche es “autosuficiencia”. Ello apuntaría a una autarquía: forma de gobierno mediante la cual una población puede producir todos los bienes y servicios que necesita. Otras traducciones del Juche apuntan a la “independencia”, sea económica, política o étnica.

Sin embargo, el concepto de Juche es mucho más complejo. La idea Juche significa la reivindicación de lo nacional como elemento excluyente de ideologías foráneas. Es decir, transmite esa concepción decimonónica coreana exclusiva y excluyente, que indica una exaltación de las características propias del pueblo coreano en contraposición a las perversiones de las costumbres importadas.

Dado que, siguienda esta idea, Corea no necesita del mundo para su propia prosperidad, y más bien el mundo gira a su ritmo, el Juche también implica la modernidad misma. Corea del Norte, en la visión de Kim Il-Sung, era, así, el faro del progreso planetario.

Detrás de toda esta fuerza colosal que –según este pensamiento— los coreanos representan para la humanidad, subyace el origen mismo del Juche: las virtudes. Así como desde hace siglos se respetaban a los maestros de la moral, que promovían el buen hacer y tenían en los reyes a sus mayores discípulos, era ahora Kim Il-Sung el gran maestro que estaba guiando a su pueblo hacia un estadio superior. El Juche, así, se transforma para los norcoreanos en idea y en personificación: la idea sublime de una elevación espiritual enmarcada en virtudes trascendentes, y la personificación de ese camino en las enseñanzas de Kim Il-Sung.

El propio Kim resucitó, con el culto a sí mismo, el recuerdo regio de los monarcas coreanos de la era aislacionista. El Juche se moldeó como recuperación de las tradiciones que habían sido tan cruelmente sofocadas por la ocupación japonesa. Kim Il-Sung enarboló, de ese modo, la restauración del orden y de la nación.

La muerte de Kim impactó a la población norcoreana porque resultó difícil de digerir que una figura casi divina desapareciera. Para balancear ese descalce se le nombró “Líder Eterno”.

Su sucesor, Kim Jong-Il, mantuvo los principales preceptos del régimen y maniobró políticamente bien la escasez. Enfrentado a la grave hambruna que mató, según distintos cálculos, a casi un millón de personas, Kim Jong-Il aceptó acercamientos con la Presidencia surcoreana de Kim Dae-Jung, y suspendió los planes nucleares de sus Fuerzas Armadas. Una vez superada la crisis, Kim Jong-Il reinició su programa nuclear.

Con Kim Jong-Un hay un regreso al legado de Kim Il-Sung, pero a su nieto le faltan años para entronizarse en las mentes de las personas. La sociedad coreana valora la experiencia que entrega la edad, pues no hay mayor demostración de espíritu virtuoso que aquel que se perfecciona con el tiempo. Aún muy joven, el actual líder norcoreano requiere exhibir fortaleza hacia el exterior tanto para obtener el respeto interno como para asegurar su propia supervivencia. Al menos así se justifica por ahora su estrategia.

Nota: esta nota es un extracto actualizado de un artículo de este autor publicado en la revista Red Cultural, nº 36, diciembre 2017-marzo 2018, páginas 80-83.